Una política que se entienda

El País, 2/06/2018 (enlace)

 

Todo parece apuntar a que vivimos en una democracia de los incompetentes. Hablamos de una ciudadanía que decide y controla, pero lo cierto es que carecemos de las capacidades necesarias para ello por falta de conocimiento político, por estar sobrecargados, incapaces de procesar la información cacofónica o simplemente desinteresados. El origen de nuestros problemas políticos reside en el hecho de que la democracia necesita unos actores que ella misma es incapaz de producir. Una opinión pública que no entienda la política y que no sea capaz de juzgarla puede ser fácilmente instrumentalizada o enviar señales equívocas al sistema político.

 

La política nos resulta incomprensible. Si hay una crisis de la política es precisamente porque no consigue cumplir una de sus funciones básicas, la de hacer visibles a la sociedad sus temas y discursos, así como la imputabilidad de las acciones, facilitar su inteligibilidad. Al mismo tiempo que el Estado ya no funciona como gran institución que hace comprensible la política desde el momento en que nuestra inserción en espacios globales difumina la autoridad y la responsabilidad, las instituciones que ejercían una mediación (partidos, sindicatos, medios de comunicación) apenas desarrollan esta función orientadora. El demos está sobrecargado, pero también las élites y los expertos. ¿Cómo ejercer, entonces, la función de control público?

 

Nuestras instituciones políticas han sido pensadas para hacer frente a la escasez de información y hemos atendido muy poco a la posibilidad de que lo que estuviera dificultando el juicio político fuera, por el contrario, el exceso de información. Lo que hoy tenemos es más bien una proliferación de datos e informaciones, spam político, publicidad omnipresente, solicitaciones de atención, opiniones múltiples y contradictorias, comunicación en todas las direcciones. El ciudadano corriente vive hoy la política como un exceso de ruido que no le orienta, pero sirve para irritarle; tenemos una especie de calentamiento global de la ciudadanía que dificulta hacerse una opinión de lo que pasa e imprimir a la sociedad la dirección deseable.

 

Hay un problema básico de economía de la atención, dadas las condiciones actuales de la observación política: escasez de tiempo, aceleración de los procesos, sobrecarga informativa, extrañeza de los asuntos, saber precario. La profusión de detalles irrelevantes, el cambio continuo de los temas, su rápida desvalorización, dificultan la organización reflexiva de las nuevas informaciones en una imagen omniabarcante y coherente de lo político. Hacemos frente a este desconcierto con dos grandes recursos, ambos insuficientes, y que podríamos sintetizar en una lógica populista y en el recurso tecnocrático a los expertos.

 

La “popularización” de la política consiste en mover el foco de los contenidos hacia quienes deciden, de los temas a los símbolos y las escenificaciones, una reacción que simplifica y alivia pasajeramente el desconcierto porque es más fácil hacerse un juicio sobre las personas que sobre los asuntos. Una derivada de esta estrategia es la moralización de los problemas. La asignación de culpabilidad, la indignación o las llamadas a la ejemplaridad personal sustituyen al conocimiento. La síntesis de ambas posibilidades (personalización y moralización) tiene lugar en los escándalos, momentos de gran explosión emotiva, que no siempre contribuyen a que nos hagamos una idea de lo que realmente pasa y de los que se siguen menos consecuencias de las que deberían. Fijémonos en la peculiar lógica despolitizadora con la que funciona nuestra política convertida en espectáculo: nos escandaliza más el uso concreto que se hizo de unas tarjetas black que el enorme coste económico y social del rescate bancario; la presidenta de una comunidad autónoma tuvo que dimitir por el robo de unas cremas (de lo que había imágenes) y no por el daño invisible que había hecho a la universidad con la falsificación de sus títulos; buena parte de nuestra clase política ha estado ocupada con un chalet que se habían comprado unos dirigentes políticos en el mismo momento en el que debería concentrarse en la construcción de una alternativa… Los escándalos parecen representar momentos en los que se produce una revelación política, pero lo cierto es que su lógica pone de manifiesto que somos una sociedad continuamente distraída.

 

El otro gran posible recurso para entender la política también es muy limitado. La delegación en los expertos está llena de paradojas. La primera de ellas es que no parece que debamos reconocerles demasiada autoridad cuando sus opiniones no coinciden ni concluyen en un saber incontestable. Pero la objeción que verdaderamente cuenta desde el punto de vista democrático es que la delegación y la representación no nos exoneran de la función de observación y control. En una democracia, la ciudadanía no puede dimitir de la obligación de observar y controlar críticamente a aquellos en quienes ha confiado.

 

Cuando comenzaron a universalizarse los derechos democráticos, los más conservadores se inquietaron por la posible incapacidad de los nuevos ciudadanos incorporados al grupo de quienes opinan y deciden, es decir, a quienes se supone en plena disposición de juicio político. Pero ni el problema es de las personas (dirigentes o dirigidos), ni hay que responsabilizarlas individualmente de su solución. La falta de competencia política no es un fallo individual, razón por la que no debemos esperar demasiado de la capacitación personal de los votantes, ni la buena política se resuelve con la ejemplaridad de quienes nos representan. Las soluciones han de ser institucionales y procedimentales; lo que hay que mejorar es la capacidad del sistema político para actuar inteligentemente, nuestro aprendizaje colectivo. No se trata tanto de fortalecer las capacidades individuales como aquellos aspectos de la organización social que incrementan sus capacidades cooperativas. La solución al problema que nos ocupa no sería menos democracia (simplificación populista o delegación en los expertos), sino más democracia, en el sentido de una mejor interacción y un ejercicio compartido de las facultades políticas.

 

La complejidad de las sociedades modernas no nos condena necesariamente a una pérdida de sustancia de la democracia en la medida en que puede ser entendida como una invitación a realizar experiencias de aprendizaje cooperativo. En este sentido, no es tanto que la democracia requiera competencia política como que la competencia política requiere democracia; la adquisición de esas propiedades, cognitivas y cívicas no es plenamente realizable más que en el contexto de una experiencia de vida democrática común.    

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