La era de la incertidumbre

El Correo (enlace) Diario Vasco (enlace), 4/10/2020

 

La incertidumbre forma parte de la vida humana, tanto en su dimensión personal como social. Sólo tenemos la certeza de que somos mortales, pero no sabemos cómo ni cuándo se verificará esa condición; la vida nos depara sorpresas que la hacen interesante y peligrosa al mismo tiempo; no dejamos de realizar previsiones aunque hemos experimentado mil veces hasta qué punto son corregidas o desmentidas por la realidad… Cualquier institución tiene que afrontar la incertidumbre que procede de los cambios de su entorno. En medio de una pandemia no hace falta detenerse demasiado en la descripción de la situación.

 

¿Es posible conducir la propia vida o gobernar las sociedades en medio de dicha incertidumbre con alguna racionalidad? Las rutinas de la vida diaria y de la política convencional se apoyan en la identificación de relaciones de causa y efecto, en la configuración estable de protocolos y rutinas. Sin embargo, cada vez somos más conscientes de que hemos de prepararnos de algún modo para las sorpresas que proceden de las intrincadas dinámicas que también forman parte de nuestras condiciones vitales. Cuando dejamos de pensar y movernos por los carriles de la normalidad y lo convencional, descubrimos que el mundo está lleno de crisis, cisnes negros, dinámicas no lineales y fenómenos emergentes, todo ello resultante de interacciones que habitualmente no acertamos a identificar. Muchos de nuestros errores no se deben a que seamos irracionales sino a que no sabemos lo que va a pasar, lo que se puede saber o la verosimilitud de los posibles eventos que resultan de la concatenación opaca de muchos elementos. Si la sociedad contemporánea nos golpea con tantas situaciones no previstas o desmiente tan frecuentemente nuestras previsiones, es porque hay una dimensión de intransparencia inevitable en los sistemas sociales. Ignoramos muchas cosas –y algunas de ellas muy relevantes- porque se encuentran en el proceso de emergencia antes de su irrupción. Si a todo esto añadimos una permanente distracción colectiva en lo inmediato y una escasa atención a lo latente, podemos estar seguros de que la evolución de las cosas seguirá sobresaltándonos.

 

Las crisis de diverso tipo (económicas, sanitarias, climáticas…) que se acumulan y superponen son el caso más agudo de esa imprevisibilidad, que nos obliga tanto a mejorar nuestros instrumentos de anticipación como a ser conscientes de sus limitaciones. El deseo de conocer el futuro que caracteriza a los humanos ha surgido de la aspiración a protegerse frente a lo que amenaza nuestra existencia vulnerable. Desde hace tiempo los oráculos han sido sustituidos por formas sofisticadas de predicción y ya no se trata de adivinar un futuro inexorable como de tratar de configurarlo. Que hayan mejorado esas técnicas no significa que conozcamos mejor el futuro sino sencillamente que somos más conscientes de que debemos anticiparlo. En cualquier caso, estamos obligados a reflexionar sobre el futuro, a introducirlo en nuestros cálculos de verosimilitud, pero sin desconocer los límites de esa previsión.

 

La cuestión que inevitablemente todo esto plantea es si nuestros sistemas de gobierno han desarrollado la capacidad de gestionar esta incertidumbre. Es un hecho que para los políticos resultan más interesante las pequeñas ganancias en el corto plazo que las grandes de largo plazo vinculadas a oportunidades inciertas. Este comportamiento coincide con una cultura administrativa de control que tolera muy mal la incertidumbre que generan las relaciones de confianza. El mundo político sigue seducido por la idea de control y de ahí procede su especial dificultad para entender y gobernar en estos nuevos contextos.

 

Podríamos sintetizar el cambio de mentalidad que se requiere en la idea de que tenemos que orquestar nuestro deseo de controlar las situaciones con la exposición a la incertidumbre, entre la continuidad de lo que somos y las posibilidades de cambio, entre lo sabido y lo desconocido. Dicho de otro modo: ¿cómo se preparan nuestras sociedades para las inevitables sorpresas que les esperan? Si en otras épocas los métodos dominantes para combatir la ignorancia consistían en eliminarla, la actual era de la incertidumbre nos invita a considerar que hay una dimensión irreductible en la ignorancia, por lo que debemos entenderla, tolerarla e incluso servirnos de ella y considerarla un recurso. Esto no es tan abstracto como parece deducirse de la anterior formulación. Hemos aprendido a interpretar y usar las previsiones del tiempo, que no son una certeza absoluta; tomamos muchas decisiones políticas o económicas con una información insuficiente y únicamente los beatos digitales están convencidos de que el big data va a despojar a nuestras decisiones de cualquier resto de riesgo e incertidumbre.

 

Hemos de desarrollar una actitud más probabilística, en la vida personal y en el plano colectivo. Este cultivo de la incertidumbre puede resultar un inesperado factor de democratización. Precisamente allí donde nuestro conocimiento es incompleto son más necesarias instituciones y procedimientos que favorezcan la reflexión, el debate, la crítica, el consejo independiente, la argumentación razonada, y la competición de ideas y visiones.

 

La incertidumbre es incómoda, en ocasiones incluso dramática, pero también representa una posibilidad de desarrollar el ingenio, en la vida personal y social, porque enriquece nuestro mundo y nos distancia de la estrechez convencional, quiebra las rutinas y nos recuerda que vivimos abiertos hacia el futuro. Hemos de aprender a vivir en la inestabilidad y aceptar la naturaleza incremental de los cambios. Conocedores de los límites de nuestras previsiones, no dejamos de prepararnos para lo inesperado. El hecho de que cualquier cosa que hagamos tenga consecuencias imprevisibles no es una disculpa para dejar de preocuparse por ellas sino todo lo contrario.

 

Estamos ante el desafío de aprender a gestionar esas incertidumbres que nunca pueden ser completamente eliminadas y transformarlas riesgos calculables y en posibilidades de aprendizaje. Las sociedades contemporáneas tienen que desarrollar no sólo la competencia para solucionar problemas sino también la capacidad de reaccionar adecuadamente ante lo imprevisible. No va a resultar una tarea fácil, pero en cualquier caso podríamos consolarnos considerando que somos una “sociedad del desconocimiento” no tanto porque sepamos poco como porque no sabemos lo suficiente en relación con la dimensión de las empresas que hemos decidido acometer.

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