Elogio y refutación de la sátira

Diario Vasco, 14/12/2020 (enlace)

 

Asistimos a un choque entre la libertad de expresión, llevada al límite de la burla, y la capacidad de sentirse ofendido, llevada al límite de quienes no son capaces de tolerar la sátira de lo que consideran más sagrado. Me temo que esta espiral causada por las caricaturas de Charlie Hebdo y a las que ha seguido una respuesta terrorista brutal no es más que el comienzo de un conflicto destinado a durar.

El humor es algo que nos distingue como humanos y la capacidad de ampliar el catálogo de aquellas cosas de las que podemos reírnos constituye una gran conquista de la humanidad. Forma parte de esta liberalidad el tener que convivir con gustos, expresiones y modos de vivir que nos parecen absurdos, que incluso nos desagradan profundamente, pero por cuyo derecho a existir nos batiríamos todo lo que hiciera falta. No deberíamos renunciar a nuestra libertad de expresión, que incluye el deber de soportar el humor incluso sobre aquello que consideramos intocable por la ironía. Tampoco estamos obligados, por cierto, a que esas caricaturas nos hagan ninguna gracia. La libertad de practicar una religión no incluye el derecho a que ningún aspecto de esa religión pueda ser objeto de sátira por otros.

El derecho a caricaturizar a cualquiera forma parte de este tipo de civilización, abierta y liberal, pero por eso mismo está limitado y debe reconsiderarse en un mundo que no está organizado en torno a una civilización dominante sino que se configura como una constelación de civilizaciones. Este es el primer asunto sobre el que deberíamos reflexionar. ¿Cómo convive la secularización en una parte del mundo con el fanatismo religioso o, simplemente, la susceptibilidad que podemos juzgar excesiva? Me refiero tanto a la convivencia en un mismo espacio como a esa convivencia peculiar de la globalización en virtud de la cual todos están al tanto de todo y, por ejemplo, Macron y Erdogan comparten el mismo mundo.

Nuestra cultura de la sátira está pensada para sociedades homogéneas y no para las sociedades plurales y globales. En la actual fusión y convivencia de culturas la misma idea de caricatura cambia de significado. Como lo cómico y la ironía, la caricatura solo se entiende en el marco de una comunidad que comparte los códigos simbólicos, fuera de los cuales resulta incomprensible e incluso agresiva. Jacob Rogozinski llamaba la atención sobre el hecho de que las sociedades secularizadas no podamos concebir que cierto ejercicio de nuestra libertad de expresión pueda ser percibido como una ofensa no solamente por una minoría de fanáticos sino también por un gran número de creyentes pacíficos de buena voluntad. Hay creyentes incultos, por supuesto, pero también increyentes que no tienen la menor idea qué significa lo sagrado para otros.

Es cierto que nadie tiene el derecho a no ser ofendido, como decía un editorial del The Economist tras los brutales atentados terroristas en Francia, pero también es verdad que nadie está eximido de la obligación de medir las consecuencias de sus acciones. Mi argumento no gira tanto a deberes y derechos como a la convivencia.  De hecho, todos tenemos experiencia en la vida privada de haber auto-limitado nuestro “irrenunciable” derecho a la libertad de expresión por no ofender, por motivos de prudencia o para facilitar la convivencia. No tenemos el deber de sacrificar siempre y en todo nuestra libertad de expresión por el hecho de que haya unos fanáticos que no nos la reconozcan, pero sí el deber de examinar si en lo que hacemos y decimos hay algo que pueda resultar ofensivo para alguien, incluidos quienes no tienen, para su desgracia, la cultura de sarcasmo e ironía de la que disfrutamos. Si todo lo reducimos a cuestiones de principio (la apelación abstracta a la libertad de expresión), seremos incapaces de resolver aquellos conflictos en los que además de tener razón hay que tener prudencia. Defender la libertad de expresión y el derecho a caricaturizar es compatible con la autolimitación pragmática para no ejercerlos siempre y de cualquier modo.

Si hay una libertad de blasfemar, faltaría más, es porque también existe el deber de no ofender innecesariamente a nadie. De hecho, la libertad de expresión está muy limitada en casi todas las legislaciones, por lo que no tenemos que elegir entre una libertad absoluta y una autocensura total. Hay una regulación de esta libertad, del mismo modo que está regulada la libertad económica o el derecho de asociación. Como ha señalado la filósofa Donatella di Cesare, precisamente en estos tiempos oscuros de pandemia se pone de manifiesto qué vacía es la idea de libertad de un sujeto soberano que se siente emancipado de cualquier tipo de responsabilidad en relación con los demás. No existe en nuestras legislaciones el delito de blasfemia, pero sí el de odio. No deja de ser contradictorio que se exalte abstractamente la libertad de expresión en un momento en el que estamos debatiendo intensamente sobre cómo combatir el discurso del odio en las redes sociales, cuando la reflexión postcolonial llama la atención sobre la arrogancia implícita en el intento de imponer unos valores pretendidamente universales sobre otras culturas y cuando tratamos de que nuestro lenguaje no resulte ofensivo, discriminatorio o machista.

Hay una frontera muy fina que separa la sátira del desprecio. ¿Es posible ironizar sin arrogancia, un sarcasmo que no implique humillación? Las bromas y las ridiculizaciones no suelen ayudarnos en la tarea de revisar los estereotipos que tenemos de los demás y frecuentemente construyen un cierto tipo de superioridad frente a ellos. Por cierto: ¿qué tipo de burla estaríamos dispuestos a tolerar si el objeto fueran nuestras serias ceremonias de homenaje a las víctimas de los atentados islamistas? ¿Aceptaríamos la ridiculización de los judíos, los homosexuales o las mujeres? Reconozcamos que toda sociedad traza un límite del que no es demasiado consciente entre lo que se puede y no se puede decir. En todas hay algo incuestionable o sagrado, aunque solo sea el derecho universal a la mofa, que nadie puede cuestionar. En cualquier caso, lo que demuestra una mayor madurez y liberalidad no es burlarse de otros sino ser capaz de mirarse a sí mismo con ironía. ¿Estaríamos dispuestos a tomarnos menos en serio nuestro derecho a ridiculizar a los demás, sean humanos o divinos?

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