Elogio del enredo europeo

La Vanguardia, 3/07/2019 (enlace)

 

La negociación de los principales cargos de la Unión Europea ha sido, dependiendo de la perspectiva en la que uno prefiera instalarse, un lamentable espectáculo, un grandioso ejercicio de diplomacia o una pérdida de tiempo. Propongo que nos fijemos principalmente en la lógica que tiene este enredo, porque sólo así podremos evaluar si las cosas se podían haber hecho mejor.

 

La Unión Europea es la institución política más poliárquica del mundo. Si no fuera así, si el proyecto europeo se hubiera pretendido realizar con homogeneidad y centralización, la Unión no habría podido avanzar en la integración, implicando en un proyecto común a sociedades tan di­versas como sus intereses o trayectorias democráticas, que actúan unidas pero sin ser uno, como dice Kalypso Nicolaidïs; aunque también es cierto que esta ausencia de un centro jerárquico también explica buena parte de sus retrocesos, las exasperantes posibilidades de veto y ralentización, en definitiva, las dificultades de cualquier proceso de integración que pretenda al mismo tiempo decidir conjuntamente y respetar la pluricentralidad del espacio político.

 

Desde el punto de vista de su ontología política, la Unión Europea es una entidad política sin centro, una comunidad política con diversos niveles de agregación. Las instituciones europeas están fuertemente interconectadas pero sin un claro orden ­jerárquico. El sistema combina principios supranacionales e intergubernamentales en una estructura multinivel y pluralista, más consensual y cooperativa que anta­gonista y jerárquica. No hay un punto de Arquímedes desde el que se despliegue ­toda la autoridad legal y política. Esta ­circunstancia está en el origen de la dificultad de acordar los principales cargos de sus instituciones y las quejas acerca de asuntos en apariencia tan diversos como su falta de inteligibilidad, su intransparencia, su di­fícil rendimiento de cuentas o su débil li­derazgo.

 

Detrás de esos déficits hay sin duda carencias que deben corregirse, pero también propiedades que, bajo un cierto punto de vista, pueden ser consideradas incluso como conquistas democráticas. Consideremos también el lado positivo de la complejidad, que es un estado de cosas más republicano que democrático, en la me­dida en que impide la dominación al dificultar, por ejemplo, que se formen coaliciones hegemónicas permanentes y, sobre todo, es un sistema “antiunilateralista” (Sergio Fabbrini). La dispersión de la gobernanza a través de múltiples jurisdicciones es más eficiente y normativamente superior que el monopolio estatal central entre otras ­cosas porque puede reflejar mejor la heterogeneidad de las preferencias de sus ciudadanos.

 

A la falta de centralidad y multiplicidad de niveles de la UE le corresponde ese liderazgo difuso, una escasa polarización y una mayor colegialidad tan poco comprendida. Hay quien interpreta esto como un déficit político, pero también puede verse como un estadio avanzado en la evolución de la política, que ha dejado atrás las formas personalizantes del poder soberano.

 

Examinemos el asunto desde una perspectiva práctica. La peculiar estructura de la Unión Europea, sus rondas complejas de toma de decisiones e implementación, es lo que hace que el poder aparezca como débil e indeciso. Sin duda hay en ello muchos aspectos mejorables, pero no perdamos de vista que cuando los instrumentos formales del poder son débiles, asegurar el acuerdo es una parte esencial de su toma de decisiones.

 

Podemos ver en la Europa compleja una manifestación de ese “descentramiento de las democracias” con que Pierre Rosanvallon indica la pluralización de la vieja voluntad popular –encarnada en el rey o representada en el Parlamento, ritualizada en el momento de las elecciones– hacia una desconcentración de la soberanía que se diversifica en momentos, instancias, niveles y funciones. Por eso la profundización en la democracia europea no debe pensarse con el pathos del que surgieron los estados nacionales, a través de algo que visualizara sin fisuras al pueblo soberano; nuestro objetivo consistiría más bien en la tarea menos heroica de garantizar el nivel de complejidad y la cultura política de la ­limitación, mutualización y cooperación entre los diversos niveles y actores.

 

No hay ningún lugar en el mundo en el que se concentre una mayor cantidad de actores que reclaman su inclusión en las formas de representación y gobierno. Es posible que los intereses particulares sean una rémora para hacer valer el interés ­general de los europeos, pero seríamos injustos si no viéramos su lado positivo: ¿alguien conoce alguna institución política que, con avances y retrocesos, se muestre tan interesada en equilibrar realidades tan distintas, que quiera integrar las volun­tades del norte y el sur, del este y el oeste, las diversas familias políticas y avanzar en la paridad?

 

Instituto de Gobernanza Democrática
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