El poderoso encanto de la impotencia

El País, 12/10/2020 (enlace)

 

Si fuera verdad que los políticos solo buscan el poder, tendrían más facilidad en lograr acuerdos; no estaríamos atascados en esta polarización improductiva. Mi hipótesis es que la causa de que les cueste tanto acordar es que están más cómodos administrando la impotencia que el poder. Si realmente buscaran el poder, es decir, la transformación de la sociedad, la renovación de las instituciones, la ampliación de la legitimidad, no tendrían tantas dificultades en ponerse de acuerdo.

 

Desconozco cuál puede ser el encanto de eso que llaman la erótica del poder pero me resulta todavía más difícil de comprender el atractivo de la impotencia. Me refiero a lo que puede sentir quien se sitúa en una posición en la cual el poder se simboliza pero no se ejerce, se ocupa, no se transforma nada. Supongo que tendrá que ver con el gozo de sentirse cerca de los principios, distribuyendo certificados a diestra y siniestra, sin la incomodidad de las responsabilidades, sin hacerse merecedor de la más mínima sospecha de traición. Si hay tantos actores políticos incapaces de llegar a los acuerdos necesarios es porque han descubierto que resulta mucho más confortable gestionar la intransigencia que la cesión. Para algunos, los costes de no poder son más asumibles que los de poder a medias.

 

Administrar la impotencia exige menos que gestionar el poder, es decir, ese poder limitado y pactado, que es el único realmente disponible en una sociedad democrática. Es más fácil comunicar a los propios seguidores la impotencia que el poder, es decir, que los adversarios no nos dejan hacer nada (aunque, en realidad, lo que ocurre es que no nos dejan hacer todo) que hacerles saber que hemos conseguido poco y, por tanto, que hemos renunciado a mucho. El éxito de las negociaciones con el adversario (en la medida en que implican alguna cesión o renuncia) es más difícil de comunicar que su fracaso. Sobrellevamos mejor los límites externos que otros puedan imponernos para impedir que consigamos todo aquello a lo que aspiramos que los limites que deberíamos ponernos a nosotros mismos para conseguir parte de lo que deseamos.

 

Tal vez esta hipótesis sirva para explicar la posible conexión entre polarización y estancamiento de la vida política. La radicalización de los actores (que en principio obedece a una obstinación por quererlo todo) termina con una parálisis del sistema político (en la que nadie obtiene nada, o muy poco, y siempre menos de lo que habrían conseguido con una negociación). Hay en nuestras prácticas políticas una mezcla fatal de negación de los problemas, postergación de las soluciones, persistencia de las rutinas, vetos mutuos y cortoplacismo que termina reduciendo al mínimo su capacidad transformadora. Desde el punto de vista de la vida institucional esto se traduce en una “vetocracia” donde la posibilidad de bloqueo es infinitamente mayor que la capacidad de construcción, para regocijo de aquellos a quienes beneficia el statu quo. El gran problema de nuestros sistemas políticos no es la inestabilidad en general sino la inestabilidad debida a que no se realizan los cambios necesarios.

 

En el origen de las parálisis políticas hay una serie de prácticas que de hecho impiden cualquier compromiso o transacción: plantear unas exigencias de negociación que son inasumibles; preferir el prestigio intacto de insobornable negociador a la lógica sin épica de las cesiones mutuas; exhibir la propia capacidad de veto en lugar de trabajar para construir las mayorías transformadoras necesarias; apelar con tanta rapidez como ligereza a que algo no es posible. Se trata siempre de aplicar el mismo modo de conducta: es mejor hacerse valer como un estricto administrador de los principios (aunque esto no reporte ningún beneficio político) que pasar por un desertor.

 

La incapacidad de ceder, de buscar un compromiso o transaccionar con el adversario podría explicarse si de este modo uno consiguiera más que negociando, pero resulta una práctica estúpida desde el momento en que el inflexible resulta perjudicado. El radicalismo es a la revolución como la agitación al movimiento o la indignación a la democratización: simulacros de transformación, no solamente compatibles con la falta de cambio, sino en muchas ocasiones estimuladores para no cambiar. No solo hay gente conservadora entre los reacios por principio al cambio; quienes más agitan las banderas del cambio radical suelen ser igualmente vagos para pensar de qué modo puede realizarse eso que supuestamente quieren y se convierten así en aliados involuntarios de quienes desean que nada cambie.

 

¿Cuáles son las razones que aconsejan negociar? Los pactos y los acuerdos son importantes porque no hay otro procedimiento para generar cambio social profundo y duradero. En una sociedad democrática el poder compartido es la mayor fuerza transformadora, si no la única. La política democrática no puede producir cambios en la realidad social sin algún tipo de cesión mutua. Si los acuerdos son importantes es porque los costes del no acuerdo son muy elevados, fundamentalmente asentar el statu quo, lo cual es algo relevante sobre todo en un mundo cuyos serios problemas van a peor cuando se los abandona a la inercia. Los desacuerdos son más conservadores que los acuerdos; cuanto más polarizada está una sociedad menos capaz es de transformarse. Teniendo en cuenta las transiciones a las que nos obliga la actual crisis sanitaria (su gestión y su salida), hoy nos podemos permitir menos que nunca la paralización porque los costes de retrasar las decisiones oportunas son muy elevados.

 

El poder es casi siempre algo parcial, conseguido a base de compromisos y renuncias. Lo único que puede ser absoluto es la impotencia; el poder real es siempre limitado, una realidad compartida. El poder absoluto solo se encuentra en la ensoñación unilateral, de la que no se sigue ninguna consecuencia práctica, o en la imposición que solo genera beneficios hoy pero termina erosionando la convivencia.

 

En la vida real nadie suele asaltar ningún cielo, ni consigue imponerse del todo o salirse absolutamente con la suya. Se consiguen cosas, por supuesto, hay éxitos y fracasos. Y cuanto mejor estén diseñadas las instituciones, más graduales son los cambios y menos vulnerables a ser capturadas por una mayoría eventual o por un golpe de audacia y menores son los botines del bloqueo. Todos gestionamos mientras tanto ese poder limitado, nadie disfruta del poder o la impotencia absolutos.

 

Los electores tendríamos más soberanía y control sobre los elegidos si en vez de permitirles cualquier promesa les exigiéramos que no acrecentaran nuestras expectativas como quien eleva el precio de la apuesta. Cualquier pretensión de cambio, de conservación e incluso de retroceso debería acompañarse del correspondiente plan de viabilidad, de manera que sepamos cómo, cuándo, con quiénes y a qué precio quieren hacer o impedir aquello a lo que genéricamente se han comprometido.

Instituto de Gobernanza Democrática
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