El ocaso de la creatividad política

La Vanguardia, 13/02/2021 (enlace)

 

El historiador Luciano Canfora narra de un tal Monsieur de Languais, allá por las vísperas de la Revolución Francesa, que “tuvo la desdicha de sufrir dos procesos, incoado uno por su mujer con la acusación de impotencia y el otro por una amante por haberle dado un hijo. Todo el mundo decía que al menos ganaría uno de los dos, pero en cambio los perdió todos”. Esta historia ilustra muy bien el hecho de que con mucha frecuencia los humanos planteamos reclamaciones contradictorias o formulamos expectativas que no son compatibles.

 

La relación entre la ciudadanía y sus gobernantes está llena de paradojas de este estilo. Podemos advertir una de ellas en la contradicción de acusar a la política de no innovar y exigir que se haga de un modo que imposibilita la innovación. Lamentamos que la política sea tan repetitiva, que no resuelva problemas, pero al mismo tiempo queremos someterla a un tipo de control que desincentiva a los políticos para tomar cualquier decisión arriesgada. Queremos políticos que no se equivoquen y que arreglen los problemas (para lo cual sería necesario arriesgar, incrementando así la posibilidad de equivocarse). La intención de controlar mejor a quienes nos representan no es sólo legítima sino muy necesaria, pero ciertos modos de hacerlo tienen como efecto indeseado generar un tipo de políticos sin creatividad y un sistema político donde la seguridad se erige en valor absoluto. Pretendíamos empoderar a la ciudadanía y lo que hacemos es dar un poder excesivo a los funcionarios, guardianes de la rutina.

 

Encontramos dos ejemplos de esta disfuncionalidad en la sobrevaloración de la transparencia y en cierto modo de entender la regeneración democrática. En ambos casos se trata proteger valores esenciales de la democracia, por supuesto, pero en los que las buenas intenciones pueden jugarnos malas pasadas.

 

La transparencia es un principio cada vez más reclamado para mejorar la calidad democrática. Como parece sugerir la intuición —y se traduce en un extendido lugar común—, cuanto más visible sea el proceso político más capaz será la ciudadanía de vigilarlo críticamente. Ahora bien, al igual que más información no significa siempre y necesariamente mejor conocimiento, la espectacularización de la política no nos la está haciendo más comprensible. Dicen los físicos que una partícula modifica su comportamiento cuando es observada. Si esto pasa en el mundo material, qué no pasará en el mundo social. Los políticos, que se saben así observados, tienden a sobreproteger sus acciones y discursos hasta el punto de encorsetar su comunicación y no decir realmente nada, de ser demasiado previsibles. En ocasiones se confunde transparencia con exhibición y se nos muestran los aspectos más insignificantes de su vida privada, que nos ocultan lo que de verdad tendría que interesarnos, su vida pública. Y si exaltamos la transparencia hasta el punto de condenar la discreción estaremos imposibilitando ciertos acuerdos que son imposibles cuando los procesos de negociación son retransmitidos en directo.

 

El otro caso de disfuncionalidad tiene que ver con ciertas medidas de regeneración democrática que se adoptaron en su momento para combatir la corrupción. En plena presión popular para elevar las exigencias de integridad hacia los políticos se aprobaron leyes que obligaban a dimitir a quien tuviera la condición de investigado. Nadie dudaba entonces de que la amenaza de un castigo anticipado iba a disuadir las malas prácticas y ninguna fuerza política era capaz de oponerse a las medidas de mayor dureza, incluso a aquellas que pudieran entrar en contradicción con la presunción de inocencia o que dieran un poder inusitado a los jueces para condicionar antes de la correspondiente investigación y eventual condena la composición de los gobiernos. La presión populista impedía ver hasta qué punto esta severidad desequilibraba la división de poderes e incentivaba en los políticos una conducta que está en contradicción con lo que esperamos de ellos. Lo que de este modo se premiaba no era un tipo de comportamiento más ético sino más conservador. Si para tomar una decisión política arriesgada eran necesarios informes previos, a partir de tales disposiciones los políticos pedirán más informes técnicos, para probablemente acabar no haciendo nada. De este modo no es la ciudadanía la que se empodera sino los técnicos y los funcionarios.

 

La gran pregunta que nos deberíamos hacer es para qué están los políticos y para qué los necesitamos. Si recorremos todo nuestro sistema político, desde la gestión administrativa hasta el nivel de los representantes en la cúspide, constatamos una mayor incertidumbre en cuanto a las decisiones que se deben adoptar. La administración es un espacio donde el riesgo está muy reducido gracias a diversos protocolos y rutinas; en el plano más propiamente político es donde se toman las decisiones que, desde el respeto a los procedimientos administrativos, por supuesto, se refieren a asuntos para los que hay menos evidencias y más contingencia, donde se plantean las grandes orientaciones políticas. La confrontación ideológica es allí mayor precisamente porque las decisiones no están fijadas por una objetividad y unos saberes expertos indiscutibles. Allí están, por cierto, quienes tienen mayor legitimidad democrática porque elegimos a nuestros representantes políticos y no a nuestros funcionarios.

 

Hay una zona de fricción entre la administración y los representantes políticos. El roce entre los criterios administrativos y las directivas políticas es beneficioso para ambos. Podríamos sintetizarlo en la idea de que la administración corrige la frivolidad de los políticos y los políticos corrigen el conservadurismo de los funcionarios. Cuando hablamos de autonomía de la administración o de primacía de la política no estamos hablando de una estricta separación o de una rígida jerarquía, sino de dos dimensiones de la gobernanza democrática que deben ser armonizadas. Este equilibrio parece haberse roto en beneficio de una forma de hacer política que responde con exactitud al modo en el que Foucault caracterizaba al poder como “pobre en recursos, parco en sus métodos, monótono en las tácticas que utiliza, incapaz de invención y como condenado a repetirse siempre a sí mismo”. Si nos resulta difícil contestar a la pregunta acerca de para qué sirve la política podríamos sustituirla por aquella que se plantea a quién beneficia esta despolitización.

Instituto de Gobernanza Democrática
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