El dilema de Musk

La Vanguardia, 19/11/2022 (enlace) (enllaç)

 

Cuando Elon Musk compró Twitter formuló un compromiso que le va a resultar difícil de cumplir: compatibilizar la libertad de expresión con la moderación de los contenidos, el acceso y la censura. ¿Qué riesgos son peores, los del odio o el abuso de poder? Si esto ya es un equilibrio complicado y polémico en el mundo analógico, no lo será menos en el digital. ¿Con qué criterios y mediante qué procedimientos se podría conseguir algo así en una red social?

 

Esta tensión entre libertad y moderación no es nueva. La dificultad de las plataformas como Twitter o Facebook para mantener su promesa de libertad de expresión y retirar expresiones dañinas es tan vieja como internet. La Red anunciaba el final de la exclusión y del control, una promesa de libertad de expresión ilimitada frente a aquella selección de los contenidos llevada a cabo por los intermediadores en el espacio analógico y sus medios tradicionales. Desde entonces, el mundo de Silicon Valley profesa un "liberalismo informativo" que erige la libre circulación de información en un verdadero proyecto político y rechaza toda limitación. Este es el punto de partida ideológico que las plataformas tienen que revisar si quieren hacer frente a la presencia de fenómenos tan inquietantes para la vitalidad de las democracias como la desinformación, la polarización, los discursos del odio o la incitación a la violencia.

 

¿Qué forma de comunicación en el espacio digital necesita la política democrática? ¿Qué limites pueden ser impuestos a los usuarios para asegurar la integridad del debate sin dañar su libertad de expresión? Si las plataformas deben aceptar algún tipo de regulación de los contenidos es porque no cumplen dos propiedades con las que se adornan injustamente: la neutralidad y la igualdad. 

 

En primer lugar, las plataformas no son completamente neutras en relación con los contenidos que en ellas circulan, sino que tienen una cierta responsabilidad sobre aquello que dicen simplemente albergar. No se puede mantener al mismo tiempo el estatuto de simple infraestructura que acoge a cualquiera y conceder rangos, favorecer determinado tipo de opiniones o excluir a ciertos actores. No me refiero únicamente a la expulsión de determinados usuarios, como hizo Twitter con Trump, sino hasta qué punto la arquitectura del medio favorece ciertas expresiones, a las que visibiliza más que otras e incluso viraliza. Podríamos llamar "populismo digital" a esa suposición de que el rango en el universo digital se debe exclusivamente a la espontaneidad de la libre circulación de informaciones y opiniones. La libertad de las plataformas para jerarquizar o hacer inaccesibles las informaciones o para excluir a ciertos actores es incompatible con los valores democráticos desde el momento en que se han convertido en el verdadero lugar del debate público.

 

Las plataformas tampoco cumplen la promesa de igualdad que realizan. El derecho formal a la libertad de expresión no garantiza la igualdad en la discusión pública. La comunicación pública no ha tomado la forma igualitaria, pública y libre que se esperaba. El acceso a la visibilidad está muy desigualmente repartido, el debate parece sometido a la ley del más fuerte y quienes controlan la arquitectura de los nuevos espacios de discusión son actores privados que no han sometido a pública discusión sus valores y criterios.

 

A este respecto nos encontramos en la paradójica situación de que nunca ha sido más fácil hacer pública una opinión y difundirla ampliamente, pero nunda habían estado tan concentrados los poderes de limitación, filtrado y bloqueo. Las grandes plataformas, desde una posición de oligopolio, ponen a nuestra disposición estas infraestructuras de opinión, al tiempo que las limitan mediante los algoritmos que distribuyen la visibilidad o moderan el contenido definiendo sin debate público los criterios de lo que es aceptable decir o mostrar.

 

La regulación puede hacerse precisamente en nombre de la libertad de expresión, permitiendo el acceso a voces minoritarias o contradictorias y en nombre de un debate público abierto y pluralista. No se trata solo de las dificultades de hablar sino de ser escuchado. Por supuesto que nadie puede exigir un derecho a que le escuchen, pero la propia arquitectura algorítmica puede estar condicionando la atención de una manera muy desigual.

 

Las decisiones acerca de los límites de la expresión son de naturaleza política, en el sentido amplio de la expresión; no son decisiones que tengan una solución meramente técnica. Las reglas del discurso tienen una naturaleza fundamentalmente política. Comparada con las limitaciones del control manual, la automatización se asocia con una imparcialidad muy atractiva para las plataformas y que convierte a sus decisiones en "no negociables".

 

El poder de moderación y sanción está hoy en día en manos de esos actores privados que son los propietarios de las plataformas. Está muy bien que las propias plataformas creen consejos para supervisar la moderación de contenidos pero esto plantea diversos problemas democráticos, sobre todo cómo diseñarlos de manera que sean realmente independientes, transparentes, que proporcionen explicaciones razonadas acerca de sus decisiones. Habría que reconocer también un derecho de apelación, porque la libertad de comunicación es más que la libertad de elección dejada a los internautas; exige que haya un cierto control democrático y una crítica social sobre los actores que orientan esas elecciones. De hecho, la moderación de contenidos se ha convertido en un objeto de contestación política. Como ocurre con el poder en general, no hay democracia si no existe la posibilidad de controlar a los moderadores.

 

Cabe la experanza de que si Musk puede llevarnos a la luna, automatizar plenamente la conducción y arreglar la guerra de Ucrania, todo esto sea para él una tarea fácil.

 

Instituto de Gobernanza Democrática
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