Definir el conflicto catalán

La Vanguardia, 8/06/2019 (enlace)

 

La solución del conflicto catalán no vendrá por la aceptación del modo como el soberanismo catalán lo plantea, por las mismas razones por las que tampoco veo que la salida consista en aceptar el marco mental de quienes están en la posición contraria. Si hay un conflicto que debe resolverse es precisamente porque hay un desacuerdo sustancial acerca de cuál es su naturaleza y, en lógica consecuencia, sobre el modo más adecuado de resolverlo.

 

Propongo delimitar el perímetro de este conflicto en torno a unas propuestas de enunciación que a mi juicio facilitan el acuerdo más que otras. Se articularían en torno a los siguientes principios:

 

1) La misma formulación del problema debe no prejuzgar inevitablemente la solución. Si insistimos en que la soberanía reside en el pueblo español y entendemos que cualquier otra distribución de esa soberanía debe ser aceptada por el conjunto indiferenciado del pueblo español, entonces estamos cerrando el camino a una solución pactada, que exige necesariamente instalarse más allá del marco mental de las soberanías incompartibles. Si lo planteamos como un conflicto “entre Catalunya y España” (minusvalorando la división que este asunto produce en el seno de la sociedad catalana), estamos dando por bueno un marco mental que favorece a una de las partes, en este caso, al mundo soberanista. Propongo que el punto de partida no sean ni las formulaciones constitucionales cerradas ni unos derechos cuya existencia no es incontestable sino parte precisamente de lo que se discute. ¿Estarían unos dispuestos a aceptar que el principio de indisolubilidad del Estado es compatible con una distinta distribución interna de soberanía, del mismo modo que la integración europea ha implicado cesiones sustanciales de soberanía sin que hayan sido interpretadas como contrarias al ordenamiento constitucional? ¿Aceptarían los soberanistas que el principio de que la ciudadanía de Catalunya ha de poder decidir su futuro no excluye la posibilidad de compartir ese derecho con otro ámbitos más amplios, en España y en Europa? Una visión rígida de la idea de unidad del Estado o del pueblo de Catalunya hacen inviable cualquier solución democrática porque el marco da la razón a una de las partes. Quien ponga encima de la mesa la unidad del Estado como un límite que no permite modulaciones o la autodeterminación como un derecho innegociable ha de saber que está imposibilitando el diálogo y la transacción. No podemos convertir un posible punto de llegada en un inevitable punto de partida.

 

2) Imaginemos otra manera de ejercer la soberanía popular en un Estado compuesto. Aceptemos como principio general que el futuro de Catalunya depende de la voluntad de su ciudadanía y pensemos en toda su radicalidad el concepto “ciudadanía de Catalunya”, de la que forman parte personas cuya identificación nacional es muy plural, desde quienes aspiran a ejercer esa voluntad política de manera independiente hasta quienes quieren configurarla en el marco estatal y, a su vez, con lógicas de muy diverso tipo (centralizado, federal o confederal). Tomarse la voluntad de la ciudadanía catalana en serio significaría diseñar un procedimiento, un algoritmo de encuentro podríamos llamarlo, entre esa variedad de voluntades políticas, ninguna de las cuales tiene en principio preeminencia sobre las otras y cuya relevancia política depende del grado de aceptación que susciten.

 

3) Hay que lograr un punto de encuentro entre la diferenciación y la ampliación de la voluntad popular de los catalanes. Los llamados unionistas deben ofrecer una fórmula para que se reconozca la especificidad de la voluntad de la sociedad catalana, si es que siguen manteniendo el implícito reconocimiento de su subjetividad política diferenciada que se contiene en el término ­nacionalidad y en el espíritu y la letra del pacto constitucional del 78. Los soberanistas tendrían que responder a la pregunta acerca de cómo esa voluntad recoge la pluralidad de la sociedad catalana y cómo se articula con la de los españoles, a la que de hecho está vinculada en un condicionamiento recíproco. Unos y otros deben pensar cómo incluir a las minorías que se establecen según el ámbito de decisión en el que estemos operando, y la mejor garantía de estar haciendo lo correcto es que nadie exija a la otra mayoría lo que no está dispuesto a hacer con su minoría. La mejor negociación sería poner en juego esta lógica de reciprocidad. Se trataría de encontrar un camino intermedio entre la decisión subordinada y la decisión solitaria, entre las dos unilateralidades (la de la secesión no pactada y la del derecho de veto o imposición) que no son procedimientos a la altura de una sociedad compuesta. Si debe pactarse el concepto y procedimiento para realizar esa voluntad política, no es para reducir esa voluntad sino para asegurar que sea lo más integradora posible.

Instituto de Gobernanza Democrática
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