La importancia de poderse ir

El País, 06/04/2016

 

Todo lo que ha precedido a la convocatoria de un referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea ha sido un cúmulo de dislates políticos (demagogia, irresponsabilidad, vergonzosas concesiones) salvo en un aspecto: ha conseguido politizar un asunto que estaba dormido en la plácida necesidad de los mecanismos indiscutibles. No llegan buenas noticias de Europa y por eso me permito llamar la atención sobre una de ellas, aunque tal vez solo sea un efecto no pretendido de una mala decisión: que a partir de ahora va a haber menos excusas para situar las políticas europeas en ese limbo que las protegía de la decisión de los europeos. Vuelve la política a la Unión Europea, aunque no sea gracias al dinamismo de sus instituciones sino inducida por la presión del populismo.

 

El método Monnet de la integración burocrática ha sido mecánico y furtivo, dominado por la necesidad. Lo pone de manifiesto el lenguaje de la integración: despotismo benigno, integración furtiva, desbordamientos, ampliación irresistible, irreversibilidad…  Los principales impulsores de la integración, a derecha e izquierda, se han regido por un crudo determinismo que suponía que tras el desarrollo económico se seguirían inevitablemente las deseadas mejoras institucionales. La estrategia principal de la integración consistía en conceder una primacía a los procesos sobre los resultados y dar por supuesto que el éxito estaba garantizado. De ahí la idea de irreversibilidad, la carencia de planes de contingencia o la ausencia de cualquier reflexión sobre un posible fracaso, de “exit options” en el caso de que las cosas fueran mal, algo especialmente visible en el caso de la moneda única acordada como un compromiso irrevocable. No deja de ser una paradoja el hecho de que, mientras que el Tratado de Lisboa admitía por primera vez la posibilidad de que un estado miembro se saliera de la Unión, la pertenencia a la Eurozona continúe siendo irreversible. No se han diseñado instrumentos apropiados para la gestión de las crisis, incrementando a veces el riesgo de crisis futuras a favor de las ventajas inmediatas en el corto plazo o dejando sin resolver una gran cantidad de problemas técnicos e institucionales. Cuando ha habido alguna crisis, los líderes europeos no han sabido hacer otra cosa que convencer a sus electorados de que no había alternativa; su estrategia retórica consistía en remplazar el habitual optimismo absoluto por las visiones catastróficas de lo que sucedería si fracasaba la integración o la unión monetaria. Este es el marco conceptual en el que se formula la llamada “teoría de la bicicleta” de la integración europea, de acuerdo con la cual la integración no debe pararse, especialmente en tiempos de crisis. (Aunque, como decía Ralf Dahrendorf, “Yo voy en bicicleta muy a menudo en Oxford, y si dejo de pedalear no me caigo; me basta con poner el pie en el suelo”).

 

Todo ello ha tenido su lógica y no voy a discutir a estas alturas ni su conveniencia histórica ni la bondad de sus resultados; me ceñiré más bien a cuestionar su utilidad futura. La fundamental de sus limitaciones tiene que ver con el hecho de que un sistema diseñado para minimizar las decisiones no puede hacerlas completamente superfluas, entre otras cosas porque siempre hay decisiones implícitas, del mismo modo que la técnica esconde siempre alguna motivación política. En los años 60 y 70, en la era del “consenso permisivo”, cuando sus principales policies estaban alejadas de los problemas diarios de la gente, el proyecto europeo parecía no necesitar el favor expreso del público. En el contexto actual, bien diferente, el tipo de discurso que aparentemente resulta más movilizador (apelar a la necesidad con que los procesos llevan a los fines establecidos, completar lo que se puso en marcha, insistir en que no hay otra posibilidad…) es, precisamente, el que resulta más irritante para la ciudadanía.

 

Conflictos como el que se plantea abiertamente con el Brexit están volviendo a situar el proyecto europeo en un ámbito de libre decisión. La integración es una opción libre y no la inevitable consecuencia de un proceso que escapa de nuestro control.

 

Deberíamos pensar a Europa como una realidad contingente aunque estemos convencidos de que es el mejor proyecto para los ciudadanos que la componen. La Europa que podría ser de otra manera es, por las mismas razones, la que no está condenada al éxito, como nos lo ha puesto de manifiesto la crisis, tras decenios de plácida necesidad. No tiene ningún  sentido una teoría y una praxis de la integración que no haya imaginado siquiera la posibilidad de un fracaso, que no se plantee la posibilidad de retrocesos e incluso de procesos de desintegración. Sustituir el convencimiento de que todo cambio es necesariamente a mejor por la contingencia de que las cosas pudieran ir a peor es la única perspectiva que nos permite volver a situar los proyectos políticos en el ámbito de la libertad.

 

No dispongo de una fórmula mágica para conseguir la plena democratización de Europa, pero quisiera hacer una propuesta modesta de democratización centrada en el tipo de discurso que hemos de mantener. Comencemos pues abandonando ese lenguaje funcionalista, de lo irresistible y de las necesidades imperiosas sin apenas un tipo de discurso que apele a nuestra libre disposición sobre el futuro. Las prácticas de la Unión Europea, que por un lado son consensuales y graduales, mediante ajustes procedimentales, por otro constituyen también un sistema que favorece las decisiones disimuladas o encubiertas, democráticamente no autorizadas, a veces bajo la forma de no-decisiones o de sumisión a objetividades técnicas. Incluso el “fedérate o perece” de Alterio Spinelli puede ser cierto pero habla el lenguaje de la coacción. Todo nuestro léxico es pura necesidad; nada de esto habla a la libre decisión de la ciudadanía; es material inflamable en manos de los populistas que buscan motivos para denunciar una conspiración de las élites.

 

Frente a estas formas de rendición ante una supuesta necesidad histórica, el único imperativo democráticamente aceptable es que Europa tiene que ser politizada. Desde este punto de vista, la existencia de conflictos, cuestionamientos y tensiones no debería considerarse como un síntoma de que la política está funcionando mal, sino como una oportunidad de politización. Que las decisiones no sean adoptadas ni aceptadas con facilidad es lo que hace de ellas decisiones propiamente políticas, más allá de los expedientes técnicos indiscutibles.

 

Puede que un día tengamos que agradecer a los británicos su contribución a politizar la Unión Europea. Se lo reconoceríamos más si se quedan que si se van, y valoraríamos más que se quedaran pudiendo haberse ido.    

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