El País, 18/05/2016
Su reiterada invocación indica, por defecto, que nos referimos a un valor más bien escaso. Europa se desgarra a causa de la incapacidad de pensar y actuar conforme a la unidad que de hecho tiene, por la ineficiencia de quienes la componen cuando actúan por separado, por la irresponsabilidad de quienes creen que no tienen nada que ganar respetando las reglas comunes, por la insolidaridad de los Estados que han dejado de considerar a otros como parte de los suyos. ¿Es posible todavía identificar y defender un “bien común europeo”, aquel “amplio interés común” del que hablaba Jean Monnet?
Se está asentando en la Unión Europea una mentalidad de “suma cero”: el miedo a la “transfer union” en los países prestatarios se corresponde con la contestación contra las políticas de austeridad en los países deudores, es decir, la dificultad de pensar al mismo tiempo responsabilidad y solidaridad, mientras continúa creciendo la divergencia económica entre esos dos tipos de países. El resultado es una insuficiente solidaridad intra-europea en asuntos económicos pero también en lo relativo a otras crisis como la de los refugiados, porque ambas cosas se refieren a deberes comunes a los que nos hemos comprometido en diversos tratados, a riesgos que compartimos y a oportunidades que podemos entender como comunes en cuanto superemos la miopía del espacio y el tiempo, es decir, la fijación en el interés propio inmediato y en el corto plazo.
Con frecuencia se afirma que el problema de Europa es la falta de solidaridad, lo que en buena parte es cierto pero requiere una clarificación acerca de qué entendemos por solidaridad y cómo ponerla en juego. Algunos malentendidos acerca de lo que este valor significa no ayudan nada a defenderla. La primera dificultad procede de que evoca un concepto que exige demasiado, que irresponsabiliza a los actores y que no tiene ninguna relación con el principio de realidad. Una concepción “moralista” de la solidaridad da a entender que los agentes políticos no tienen intereses propios y que la sociedad se regula por relaciones de generosidad. Entendidas así las cosas, no carece de lógica que los países deudores carezcan de estímulos para cumplir sus compromisos (como los relativos al déficit, especialmente si hay elecciones a la vista) y que los prestatarios sean cada vez más reacios a cualquier tipo de transferencia. Una concepción tan vaporosa de la solidaridad termina promoviendo la falta de responsabilidad por el conjunto al que se pertenece.
Por otra parte tendríamos lo que podría denominarse la concepción “cínica” de la solidaridad, que subraya los límites supuestamente “naturales” de la solidaridad para no tomar en consideración los intereses de los otros, pero —lo que es peor— impidiéndose a sí mismo la percepción de los propios intereses. Me refiero a quienes consideran que no puede haber solidaridad entre aquellos que no comparten un “demos”, una “identidad redistributiva”.
Estas dos concepciones de la solidaridad, la moralista y la cínica, tienen en común una falta de auto-reflexión acerca de lo que está en juego en esta Europa caracterizada por la heterogeneidad pero también por la interdependencia. Nos encontramos en una situación histórica en la que resulta especialmente necesaria la reflexión acerca del interés propio y su redimensionamiento extensivo. Propongo que consideremos una tercera concepción de la solidaridad como “reflexividad”, que nos llevaría a entenderla como institucionalización del “interés propio ilustrado” o del interés de largo plazo en Europa, más allá de las concepciones altruistas que parecen evocar una generosa auto-aniquilación y de las cínicas que nos impiden caer en la cuenta de que a veces nuestros intereses inmediatos no coinciden con nuestros verdaderos intereses.
Pongamos un par de ejemplos para concretar este principio. Aunque los antagonismos económicos en la Unión Europea parezcan muy poco modificables, tal vez Alemania nos depare alguna sorpresa y no tanto por un arranque de generosidad como por un nuevo cálculo de los intereses. Alemania es el país que más tiene que perder con el retroceso de la UE: tiene más relaciones comerciales que ningún otro con el resto de los países de la Unión y es también el que tiene más fronteras con los otros Estados miembros. Si no fuera porque su opinión pública ha sido bombardeada desde hace mucho tiempo con una visión muy excluyente de lo que le interesa, no sería inverosímil aventurar un giro europeísta en la identificación de sus intereses. Otro ejemplo de solidaridad por reflexión: pensemos en el hecho de que los países que, como consecuencia de la crisis del euro, han necesitado ser rescatados no han sido salvados tanto por razones de solidaridad como para llevar a cabo una política de estabilidad que era un objetivo bueno para todos.
Debemos explorar las posibilidades de institucionalizar una mayor solidaridad entre los Estados miembros sin olvidar que será siempre un valor frágil y contestado, un asunto de reflexividad compartida y discutible, porque la identificación de los intereses no se realiza desde una posición abstracta y aséptica. Además, no tiene ningún sentido esperar altruismo de los Estados nacionales, como de cualquier actor político. De lo que se trata es de despertar el interés propio por la cooperación y apoyarlo en sólidos argumentos.
¿Qué hacer entonces con esta heterogeneidad del espacio económico europeo cuando la divergencia acentúa los intereses particulares, cuando el tránsito a nuevas etapas de cooperación implicaría decisiones que tocan a ciertos compromisos profundamente inscritos en la particularidad de cada Estado y sus respectivos contratos sociales? Efectivamente es difícil pedir a los contribuyentes alemanes, por ejemplo, soportar las consecuencias de la falsificación de las cifras griegas que les permitieron beneficiarse de los tipos de interés muy bajos o facilitar la liquidez de la banca irlandesa cuando todos sabemos que su espectacular despegue de los años 90 se debe a las ayudas europeas pero sobre todo a un dumping fiscal no coordinado con el resto de Europa. Tan difícil al menos como conseguir que sean aceptadas las políticas de austeridad en los países del sur cuando buena parte de los beneficios de sus burbujas inmobiliarias están en bancos alemanes y franceses.
La solidaridad en la Unión Europea avanzará al ritmo al que lo haga la convergencia de sus economías. Y no se trata de dictaminar aquí si es antes el huevo o la gallina. Es preferible entender que entre solidaridad y convergencia existe un juego de mutua realimentación que concebirlas como valores incompatibles que nos obligan a elegir uno a expensas del otro. La crisis económica tal vez nos haya servido para aprender que los salvamentos excepcionales son siempre peores que una actuación habitual de previsión para evitar crisis futuras.