Los hechos no son de derechas

El Correo / Diario Vasco / Heraldo de Aragón, 1/11/2016

 

La realidad ha sido siempre algo más bien de derechas: traer a colación un hecho parece implicar que no se admiten interpretaciones y recordar los límites de lo posible. Quien se refiere a algo como un hecho con frecuencia quiere que se interrumpa un debate y, todavía peor, limitar nuestras aspiraciones. Que no hay alternativa ha sido el típico argumento de la derecha y, mientras tanto, criticarlo se ha convertido en un tipo de discurso que forma parte de lo políticamente correcto en la izquierda. Así se ha configurado nuestro campo ideológico: las derechas defienden los hechos y su vocabulario correspondiente (objetividad, limitaciones, la dificultad de la tarea, la escasez de recursos, lo posible); las izquierdas están por las alternativas e incluso por la utopía y de ahí que suelan hablar de imaginación y crítica, facultades que no se llevan demasiado bien con la realidad e incluso la combaten abiertamente.

 

Si damos por buena esta simplificación (que, como todas, falsifica un poco las cosas, pero gracias a ello sirve para orientarnos), podemos constatar la curiosa novedad de que hoy son algunos conservadores los que menos aprecio tienen hacia la realidad y mienten con mayor descaro; la capacidad de fabulación de ciertos personajes de la derecha histriónica sobrepasa con mucho a la imaginación de sus adversarios. Tal vez estemos entrando en una época en la que la creatividad comienza a ser una propiedad de reaccionarios. Pensemos en el olímpico desprecio por la objetividad de que hace gala un personaje como Donald Trump o las mentiras del Brexit. El magnate norteamericano ha sostenido, contra toda evidencia, que no apoyó la invasión de Irak, que Obama nació fuera de Estados Unidos o que la emigración mexicana ha crecido dramáticamente (cuando en realidad no ha dejado de bajar en los últimos diez años). En cuanto al Brexit, basta con recordar que Nigel Farage hizo la campaña denunciando que Gran Bretaña pagaba 350 millones de libras a la semana por pertenecer a la Unión Europea, cuando en realidad aporta la mitad.

 

Reflexionar sobre estos casos puede servirnos para entender mejor el mundo en el que vivimos y, más concretamente, el tipo de cultura política que estamos configurando. Seguramente esta falta de aprecio hacia los hechos es uno de los factores que explica la creciente polarización de la vida política. El combate político se desarrolla sin que la realidad esté de por medio y gira en torno a ficciones útiles. Los tecnócratas buscaban que la realidad confirmara o desmintiera sus hipótesis; los populistas prefieren la construcción de metáforas movilizadoras. De ahí la proliferación de las “relatos” e incluso de las teorías conspiratorias. El “framing” goza de un poder absoluto; la verosimilitud es más importante que lo verdadero. Estas construcciones narrativas cumplen una función similar a la del mito en las sociedades pre-ilustradas.

 

¿Cómo está constituido el espacio público para que ese menosprecio por los hechos encuentre eco en vez de reproche? De entrada, todo esto tiene mucho que ver con la creciente espectacularización de la política y ya se sabe que una buena historia, aunque sea delirante, entretiene más que los hechos. Los hechos no son divertidos y por eso son marginalizados en una política que se ha instalado desde hace tiempo en el puro entretenimiento, en la que actuamos como clientes, como espectadores que se divierten o indignan según el caso, y cuya lógica tiene más que ver con el consumo que con la deliberación o el compromiso activo.

 

Seguramente esta irrealización de la política no tendría tales dimensiones sin las redes sociales, que facilitan la difusión de todo tipo de opiniones y configuran un muestrario de lo más diverso de afirmaciones, sin ningún tipo de jerarquización ni criterio. Por eso las redes sociales democratizan en la misma medida en que desorientan. Que el periodismo más tradicional tenga grandes dificultades para ordenar todo ese ruido es, al mismo tiempo, causa y consecuencia de la vertiginosa proliferación de opiniones. Por eso es muy saludable que hayan surgido últimamente un tipo de periodistas a los que se ha bautizado con el nombre de “fact-checkers”, los profesionales que se encargan de verificar las afirmaciones de los candidatos. Para que el debate público sea de calidad no basta con que los hechos referidos sean ciertos, pero podemos estar seguros de que si esas referencias son completamente falsas no tendremos una verdadera discusión democrática.

 

Todo esto nos va a obligar a replantear el lugar de los expertos en una democracia y qué valor le damos a la objetividad. Es indefendible, por supuesto, que entreguemos el poder a los expertos porque una democracia no es un régimen en el que mandan los que saben, entre otras cosas, porque no está decidido de antemano quiénes son los que saben. Ahora bien, el papel de los expertos en nuestros procesos de decisión no va a disminuir sino que será más relevante en relación con la complejidad de los problemas colectivos a los que nos enfrentamos. Y habrá que volver a pensar qué significa la objetividad en una sociedad democrática. Por supuesto que la objetividad ya no puede significar incuestionabilidad ni venir acompañado de un gesto autoritario; pero puede ser un árbitro imparcial que modere nuestros juicios políticos sin impedir por ello que sean diferentes.

 

 

Instituto de Gobernanza Democrática
Instituto de Gobernanza Democrática
Libros
Libros
RSS a Opinión
RSS a Opinión