La política de todos

El Diario Vasco/El Correo, 20/05/2013

 

Cuando se agitan las aguas de la política —y esto es algo que suele ocurrir con frecuencia— reaparece la eterna cuestión acerca de si la está haciendo quien debe. La atención se dirige no tanto (o no solo) a cómo se hace sino a quién la hace. Motiva este interrogante la sospecha de si no será un oficio monopolizado por quien no debería.


A la pregunta acerca de quién hace la política, quién puede y debe dedicarse a ella, solo hay una respuesta democrática: todos. No hay nadie a quien podamos prohibirle el paso o declararlo incapacitado para ejercerla (salvo los casos concretos de habilitación que las leyes contemplan de manera muy restrictiva).


Esta indeterminación del oficio político contrasta con el hecho de que la política suela terminar frecuentemente apoderada de una casta que se renueva poco y ese es unos de los principales reproches que dirigimos a los partidos políticos; pero también tenemos el movimiento contrario y, de vez en cuando,  aparecen personajes que hacen gala de intrusos, de venir de fuera del sistema para renovarlo.


En cualquier caso, en una sociedad democrática hay que tener cuidado a la hora de calificar a nadie que tenga aspiraciones políticas como un intruso porque la política está abierta a todos y no exige ninguna cualificación determinada. Nadie es un intruso por ser un desconocido en el sistema político; lo que puede convertirle en un intruso en el peor sentido del término es que pretenda comportarse en política con otra lógica y trate de convertirla en un asunto mediático, en gestión empresarial o en actividad justiciera.


Que la política esté abierta a todos significa, en primer lugar, que no es algo que hagan en exclusiva los ricos. Esto no ha sido siempre así y la democratización del oficio político es una conquista reciente de la humanidad, no siempre garantizada. El político predemocrático era un aristócrata que vivía para la política sin vivir de ella, un político honorario.


Desde la revolución francesa las dietas de los parlamentarios son una compensación que facilitaba participar en la política a quienes no pertenecen al círculo de los aristócratas. La posibilidad de que los parlamentarios vivan de la política favorece el que entren en ella personas de variada procedencia. El sueldo de los políticos, ajustado pero suficiente, es una garantía de igualdad en el acceso a la actividad política.


Los poderosos suelen tener otros procedimientos para hacer valer sus intereses, pero lo sorprendente es que pongamos en peligro esta conquista de la igualdad de acceso a la política con torpes propuestas. No entro a determinar si son muchos o cobran demasiado; me limito a señalar que ese debate daña su legitimidad y dibuja en el horizonte un ideal de parlamentos débiles y en manos de los ricos. Un parlamento de pocos y a tiempo libre sería un parlamento todavía menos capaz de controlar a los ejecutivos. Si los políticos no cobraran, se dedicarían a ello los ricos o sus testaferros. Defender el número y el salario de los parlamentarios suena hoy como una provocación pero es más igualitario que ciertas medidas populistas que debilitan la democracia.


La segunda consecuencia de que la política esté abierta a todos es que, en principio, no tiene mucho sentido dividir a la gente entre competentes e incompetentes para ella y entregársela a los supuestos expertos. De entrada porque, ¿cómo saber quiénes son los mejores y cómo estar seguro de que, si hubiéramos dado con ellos, tomarían las mejores decisiones?


La democracia es un sistema político que hace intervenir a los expertos en el proceso de toma de decisiones pero se resiste a dejarlo todo en sus manos, a sustituir a los políticos por funcionarios y expertos. En la cumbre de la política hay un equilibrio precario entre la administración y el gobierno, entre la técnica y la política. Conviene que esa balanza no se desequilibre porque no tan malo es confiar absolutamente en la continuidad de la burocracia como jugárselo todo a la carta de la creatividad política. Sin la administración la política se convertiría en una solución de improvisaciones ineficaces; sin política nada nos protegería de la maquinaria conservadora en que degeneraría la administración.


Ahora bien, si seguimos confiando en que la política tenga la última palabra frente a la administración o que los parlamentos puedan controlar a los gobiernos, es necesario un cierto grado de profesionalización de la política. Hay distintos perfiles de político y no existe un tipo ideal. Lo óptimo es que haya un equilibrio entre políticos ocasionales y políticos profesionales. Hay que limitar la profesionalización absoluta de la política tanto como su absoluta falta de profesionalidad. Es una buena señal que pasen por la política profesionales acreditados en otros ámbitos, aunque no deberíamos dejarles que sustituyan la lógica política por la que rige en sus ámbitos específicos. Su mantenemos viva esta tensión podremos liberarnos de la presunción de exactitud de los expertos y del componente de frivolidad de los políticos, articulando así la competencia de aquellos y la creatividad de estos. Porque los problemas políticos son demasiado complejos como para abandonarse a la exactitud y requieren un componente de imaginación política.

 

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