El Correo / Diario Vasco, 30/07/2017
Que vivimos en tiempos de incertidumbre no es algo que tenga exclusivamente que ver con el conocimiento, sino también con la voluntad. El desconcierto no es solo desconocimiento sino también una desorientación que afecta a la voluntad. Mi colega y amigo Pedro Ibarra lo advertía hace unos días en estas páginas comentando un anterior artículo mío.
El ocaso de la voluntad se manifiesta en dos actitudes aparentemente contradictorias pero que tiene en común la misma perplejidad. Una voluntad política dimitida está detrás de toda esa retórica según la cual lo que debemos hacer es más bien no hacer nada y adaptarnos a lo que hay, pero también en aquellas formas de voluntarismo que hacen frente a la realidad, desconociendo cualquier límite a la voluntad o las posibilidades abiertas por la globalización y que en ocasiones se desliza hacia el autoritarismo, lo más contrario que hay a la idea de voluntad política. En ambos casos, la misma renuncia a gobernar y regular, tras haber ponderado lo que es posible y lo que es inevitable; la menor aspiración a configurar el espacio político con reglas y normas, e incluso a transformar ciertos aspectos negativos del mundo actual que tenemos el deber político de combatir. Unos se resignan y acomodan a la situación e incluso formulan esta adaptación como un imperativo moral (modernizarse, estar a la altura de los tiempos, soltar el lastre de ciertos compromisos de solidaridad adquiridos) y otros se entregan a una indignación no constructiva, a la denuncia que apenas sirve para la construcción de responsabilidad. La aceptación de todas las condiciones que la realidad parece imponernos sin ningún examen crítico se corresponde con la exaltación de la crítica sin ningún análisis de las condiciones en las cuales ha de desplegarse esa voluntad transformadora. Por un lado, aceptación beata de las «realidades indiscutibles» y, por otro, una crítica radical que se paga con el precio de no entender la realidad. En ambas dimisiones de la voluntad política la globalización es utilizada como excusa, queja o justificación.
Lo primero es más distintivo de la derecha, que está obsesionada por la estabilidad y se despreocupa de la sostenibilidad. En vez de configurar el futuro, apela a un simple movimiento de adaptación constante, cuyo motor no es la política sino una supuesta objetividad del mundo que se nos presenta como una realidad incuestionable. El cálculo se sitúa por encima del juicio y la estadística es constituida como norma suprema. Se habla de la globalización como si se tratara de un proceso necesario o catastrófico, que se hubiera realizado ya de un modo inexorable y que solo exige de cada uno de nosotros un continuo esfuerzo de adaptación. Aquí se podría recordar aquello de Marcuse en ‘El hombre unidimensional’: «una cosa es aceptar los hechos como un dato que debe ser tenido en cuenta y otra aceptarlos como un contexto definitivo».
Aquí se revela que la globalización está cambiando el mundo sin dirigirse a la voluntad, sino apelando a sentimientos como el deseo mimético de enriquecimiento, la comodidad, el instinto de conservación o el miedo. Tenemos una forma global que multiplica las libertades individuales y restringe la libertad política (que el mundo sea el resultado de decisiones políticas libres), que ofrece una apertura ilimitada pero sin alternativas, que da la palabra a todos pero rechazando toda referencia crítica, que domestica satisfaciendo necesidades. La focalización del Estado en las cuestiones de seguridad se acomoda muy bien a la sumisión total a las lógicas del mercado globalizado, territorio especialmente cómodo para las nuevas derechas. El Estado refuerza su intervención sobre los ciudadanos en términos de seguridad al mismo tiempo que la restringe en materia económica y social.
La versión de izquierdas de este ocaso de la voluntad política es el desconocimiento de los límites de la acción política, la impugnación sin matices del proceso de globalización, coincidiendo así con la derecha en suponer que se trata de un fenómeno ingobernable, al que hay que adaptarse (para los primeros) o frente al que hay que resistir (para los segundos), en ambos casos, sin matices. Derecha e izquierda coinciden así en la inevitabilidad de los procesos sociales. Donde mejor acaba de comprobarse todo esto es en el rechazo de los socialistas a los tratados comerciales o en las protestas frente a las cumbres internacionales tipo G-20. Buena parte de la izquierda parece estar negando la globalización y buscando el porvenir en el mundo de ayer. En vez de rechazar la globalización o seguirla resignadamente, la izquierda debería comprometerse en una verdadera crítica que no le impida ver las oportunidades que representa. No se trata de salvar el estado nacional de bienestar sino de repensar la redistribución en un contexto global y productor de desigualdades inéditas.
No cabe duda de que el mundo en su forma actual contiene muchas realidades inaceptables, como la corrupción o la pobreza, la insuficiente implicación contra el cambio climático o la indiferencia u hostilidad ante la realidad de una emigración desesperada. El problema es cómo hacer frente a realidades inaceptables cuando no es posible contar con un instrumento poderoso de control. La sobrevaloración de las instancias estatales en un tipo de izquierda socialdemócrata es un error similar al de la izquierda más radical que lo confía todo a la espontaneidad de los movimientos sociales de protesta. La «abolición del capitalismo» se convierte así en un significante vacío que refleja el malestar ante un mundo que no se termina de comprender. La buena voluntad parece eximirles de configurar una voluntad capaz de llevar a cabo las transformaciones deseadas o de proteger efectivamente como se había prometido. Es que aún no tenemos una idea de cómo se reconcilian las fuerzas de la innovación tecnológica y económica con los objetivos pretendidos por una voluntad política configurada.