Ejercicios de reciprocidad

La Vanguardia, 2/11/2017 (enlace)

 

Cuando escribo esto desconozco el curso que los acontecimientos van a tomar en el corto plazo en Cataluña, pero estoy seguro de que, pase lo que pase, el problema de fondo va a seguir ahí, esperando que alguien lo aborde con toda su complejidad. Las naciones son una realidad persistente, todas, en mayor o menor medida. Tan absurdo es el empeño en ignorarlas, como jugarse la convivencia a una exigua mayoría o con la simple imposición. Cuando en un mismo espacio conviven sentimientos de identificación nacional diferentes el problema que tenemos no es el de quién se alzará finalmente con la mayoría sino cómo garantizar la convivencia, para lo cual el criterio mayoritario es de escasa utilidad. Y estas cosas no se consiguen más que de manera pactada, por muy improbable que nos parezca el acuerdo en estos momentos.

 

Por su propia naturaleza las naciones no son innegociables; lo que puede convertirlas en algo intratable son determinadas maneras de sentirlas y defenderlas. Porque el hecho de que se trate de algo con un fuerte contenido emocional no impide que le demos un tratamiento razonable. Soy partidario de que en la futura solución haya un cauce para una eventual secesión, pero creo que, dada la persistente configuración de las identificaciones nacionales en Catalunya en lo que es muy parecido a un empate, sería preferible pactar algo que pueda concitar una mayor adhesión. En este momento suelen hacer su aparición quienes declaran que esto no es posible, aunque tampoco ofrecen algo que goce de mayores condiciones de posibilidad. Son quienes prefieren la victoria e incluso la derrota, siempre mejores que un acuerdo que, por definición, no deja plenamente satisfecho a nadie.

 

Hablar ahora de diálogo es un sinsentido, pero no lo será en el futuro cuando constatemos que el problema sigue donde estaba. No es verdad que sea imposible el diálogo, el pacto y la negociación en torno a nuestras identidades y sentidos de pertenencia. No me refiero al ser sino al estar, al acuerdo en torno a cómo distribuir el poder, qué fórmula de convivencia es la más apropiada, qué niveles competenciales sirven mejor a los intereses públicos, cómo dar cauce a la voluntad mayoritaria sin dañar los derechos de quienes son minoría… Eso de que «la soberanía nacional no se discute» es un error en torno al que están sospechosamente de acuerdo los más radicales de todas las naciones.

 

¿Quién ha dicho que las soberanías no pueden compartirse? Las soberanías exclusivas son más bien la excepción que la regla en el mundo actual, donde cada vez hay más ciudadanías múltiples por diversos motivos. La historia reciente y, de manera muy especial, nuestro entorno europeo es un desmentido de las soberanías indivisibles. Alguien podría objetar que unos tienen el 155, el Tribunal Constitucional y el artículo 2 de la Constitución, mientras que otros no. Y es cierto. Ahora bien, disponer de esos instrumentos de soberanía estatal permite ganar ciertas batallas pero también tiene sus límites. El verdadero titular de la soberanía es la gente y la legalidad sin legitimidad tiene siempre un escaso recorrido. Nada puede hacerse contra la sociedad y ese es precisamente el problema: la persistencia de una identidad plural (en España y en Catalunya), de manera que ninguna imposición es capaz de lograr una convivencia normalizada.

 

Va a ser necesario ejercitarse después de tanto tiempo de discordia y quisiera plantear algunos ejercicios de reciprocidad que nos pueden disponer para el encuentro. La reciprocidad elemental se formula en aquel principio de no querer para otro lo que no quieras para ti. Se trata de un principio que puede traducirse políticamente de diversas maneras. Por ejemplo, una versión que plantea el asunto desde la óptica de las minorías: yo no soportaría vivir en un estado que impone por las mismas razones por las que me pondría de parte de aquellos a los que se les impone una nación. Podemos enfocarlo desde el punto de vista del pluralismo, que se ha convertido en un valor arrojadizo que sirve para impugnar lo que proponen los demás, mientras uno se despreocupa de aplicárselo a sí mismo. Podríamos formular este ejercicio de pluralismo recíproco de la siguiente manera: tenemos legitimidad para exigir hacia fuera el respeto de la pluralidad cuando y en la misma medida en que la respetamos internamente. O desde la óptica del reconocimiento: una nación está en su derecho de exigir al estado del que forma parte el mismo reconocimiento que el que ha recabado en su propia nación, ni más ni menos. Hay aquí todo un terreno que valdría la pena explorar y permitiría reformular obligaciones y derechos de una manera constructiva, como las auto-limitaciones mutuas, del estilo de entender que el derecho a decidir viene acompañado del deber de pactar o el binomio no imponer/no impedir por el que un estado se compromete a posibilitar todo aquello que haya sido previamente pactado y una nación no reivindica hacia fuera nada más que lo que ha conseguido en su seno.

 

Josep Colomer planteaba hacer un referendum en Catalunya que preguntara si se quería formar parte de un estado español que reconociera el derecho de autodeterminación de los catalanes, un referendum que ganarían unos y otros. Como se trata de un ejercicio de imaginación politológica, yo también tengo mi propio experimento mental. Propondría hacer un referendum en toda España preguntando por el derecho de autodeterminación de los catalanes. Una pregunta de este estilo da una parte de razón a todos: se acepta que sobre Cataluña puedan decidir todos los españoles, pero se rompe el dogma de que la soberanía española sea incuestionable. Aquí también ganarían todos. Evidentemente son propuestas que no tienen el menor recorrido, pero que permiten poner de manifiesto que estamos frente a una cuestión que va a exigir soluciones tan imaginativas como dolorosas para todos, en las que no ganará propiamente nadie… salvo que queramos volver al punto de partida.

 

¿Y si la mejor solución no fuera votar, elegir, sino no tener que hacerlo? Las democracias tienen una dimensión competitiva (las elecciones y los referendos, las instituciones del antagonismo y el desacuerdo, los juegos de suma cero), pero también otra de negociación (en la que se construyen acuerdos y consensos, los juegos de suma positiva); la primera, que decide según criterios mayoritarios y mediante procedimientos públicos está sobrevalorada frente a la segunda, en la que se evita la decisión y los procedimientos son más bien discretos. El triángulo competición/mayoría/publicidad está infravalorando otros instrumentos del proceso político donde habría más bien cooperación/consenso/negociación, que son especialmente apropiados para los problemas que plantean las sociedades territorialmente compuestas. Con el pacto no solo se arbitra entre posiciones contrapuestas sino que se lleva a cabo una modulación de tales posiciones que permite mayores variaciones que el sí o el no, es decir, que en el fondo refleja mejor la pluralidad social y proporciona a la ciudadanía mayores posibilidades de elección. ¿Por qué es más democrático votar cuando negociar es una operación que permite integrar a más personas en la voluntad popular?

 

Siempre he pensado que conviene pactar cuando se trata de las condiciones que afectan a cuestiones básicas de nuestra convivencia política —en las que confiarlo todo a la ley de la mayoría equivale a una forma de imposición— y cuando los números de quienes defienden una y otra posición no son ni abrumadores ni despreciables. En esos casos, contentarse con una victoria cuando podríamos tener un pacto demuestra muy poca ambición política. En este punto me parece muy fecundo el principio republicano de que la democracia, más que un procedimiento para que decida la mayoría es un sistema político para impedir la dominación.

 

¿Cómo se podría hacer esto? La clave la dio hace unos días, en negativo y tal vez involuntariamente, un diputado de la CUP en aquellos momentos en los que parecía asomarse un leve acuerdo en torno a una convocatoria electoral. Decía: han secuestrado en los despachos la voluntad claramente expresada en la calle. De eso se trata, precisamente, de que los representantes políticos, sin la permanente exposición pública, hagan el trabajo de negociar para dar forma política a una voluntad borrosamente expresada en la calle. La función de los políticos sería leer correctamente esa voluntad y traducirla en un acuerdo que pueda ser lo más ampliamente apoyado por la ciudadanía. Hasta qué punto es democrático ese acuerdo es algo que no depende del auto-convencimiento con el que se exhiben reivindicaciones sino de la cantidad de voluntades que haya sido capaz de integrar. La formulación en positivo la hacía José Andrés Torres Mora cuando defendía que, después de haber hecho todo lo demás, lo razonable, a la hora de construir el marco de convivencia en una sociedad plural, no es acordar una votación, sino votar un acuerdo.

 

 

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