Una sociedad a medida

El País, 14/01/2018

 

Cuando no entendemos la sociedad, la medimos. Casi todo se puede cuantificar: la competitividad de las empresas, la popularidad de los políticos, la calidad de vida de las ciudades, el gusto del vino, la calidad del sistema educativo… Estamos configurando una sociedad de scores, rankings, ratings, impactos, indicadores, likes, estrellas, puntuaciones, tasas, índices… Vivimos en el régimen de la omnimetría, donde todo puede ser medido y sin las cantidades nada se valora con objetividad. Hay una permanente medición y valoración de cosas, personas, profesiones e instituciones.

 

La sociometría es una manera de compensar nuestra dificultad a la hora de interpretar la sociedad en la que vivimos. Las clasificaciones son instrumentos para ordenar la información y proporcionan ayuda a la hora de decidir sin tener que perder el tiempo en interpretar. Las clasificaciones numéricas ofrecen la ventaja de que son fácilmente comprensibles y aceptadas sin mayor cuestionamiento. Tienen el encanto de la simplicidad en medio de unos entornos que son cada vez más confusos para votantes, inversores, consumidores o estudiantes.

 

Los números desempeñan una función importantísima en la sociedad contemporánea, ya sea para los mercados, la ciencia o la política. Los números transmiten precisión, claridad, simplificación, imparcialidad, objetividad, verificabilidad y neutralidad. La valoración, que es algo que en principio tiene que ver con la cualidad, se formula en términos cuantitativos. Nos confiamos al carisma frío de los números para entender con su ayuda asuntos complejos y hacerlos así conmensurables, comparables con otros.

 

Los parámetros cuantitativos son siempre reduccionistas. De entrada, porque la medición se refiere fundamentalmente a la parte cuantitativa de las cosas. Quien mide, inevitablemente, presta mayor atención a las dimensiones que se dejan medir mejor, de manera que estas son privilegiadas en relación con otros aspectos de la realidad. La cuantificación hace que destaquen determinados aspectos e invisibiliza a otros.

 

La lógica de la medición tiene además ciertos efectos secundarios que modifican lo medido y le quitan parte de esa pretendida objetividad. La mentalidad cuantitativa nos sitúa inmediatamente en términos de competitividad y eso dispara una determinada astucia para mejorar la apariencia. No pocas veces ocurre que las instituciones se dedican más al cuidado de la propia imagen que a mejorar su funcionamento, que la competencia por llamar la atención está por encima de aumentar el conocimiento, que el impacto sea más valorado que el contenido. Hemos de tener en cuenta además que medir es una actividad que altera nuestras acciones. Muchas de las modificaciones que realizan quienes son medidos (profesores, empresarios, políticos) constituyen un claro avance (como la transparencia, la atención al cliente o el rendimiento), pero no debemos olvidar que hay quien gestiona muy bien su reputación omitiendo casi todo lo demás.

 

La llamada Ley de Campbell advierte de esa modificación de la realidad al ser medida. El psicólogo americano la formuló de la siguiente manera: “cuanto más se aplica un indicador cuantitativo para las decisiones sociales, tanto más distorsiona y corrompe los procesos sociales que debería observar”. El ejemplo que aducía tenía que ver con un hecho trágico de la guerra de Vietnam. En la primera fase de la guerra el ejército americano tenía muy poca información acerca del números de bajas que producían en el enemigo y propuso que se contaran para evaluar la eficacia de las unidades de combate. Esto implicaba presionar para matar al mayor número posible de enemigos, lo que incluía cada vez más a civiles, ya que en una guerrilla no está del todo clara la diferencia entre soldado y civil. Con este indicador se ponía en marcha un incentivo que resolvía esa diferencia borrosa en una determinada dirección perversa: aumentar el número de personas a las que había que eliminar.

 

No es verdad que las mediciones o los indicadores sean completamente objetivos y desinteresados. Los números no son solo matemáticas; también hacen política. Con demasiada frecuencia olvidamos que los números llevan consigo determinados conceptos políticos, prescripciones normativas e intereses económicos. Buena parte de la crítica social ha de consistir hoy en llamar la atención sobre ese condicionamiento que se pretende disimular. Como es bien sabido, los resultados de las búsquedas, las listas propuestas o las sugerencias en internet son en una gran medida dirigidas; el hecho de que las tres grandes agencias de rating sean norteamericanas influye en sus valoraciones, menos objetivas y desinteresadas de lo que pretenden; hay distintas maneras de valorar la estabilidad monetaria, la disposicón al riesgo, el desempleo o la deuda pública, de medir la pobreza o la riqueza; lo mismo se puede decir de los rankings de las universidades, que privilegian el modelo anglosajón de universidad centrada en la investigación, en detrimento de otras funciones sociales.

 

¿Quién tiene la soberanía en el régimen de los números? ¿Quién define las reglas según las cuales se distribuyen las valoraciones y los rangos? Las clasificaciones no se imponen por su propia evidencia sino que son más bien el resultado de un cierto combate social en torno a lo que podríamos llamar la autoridad algorítmica. En cuanto se ha decidido consagrar un determinado indicador, todos los actores se ven obligados a guiarse por él. En la lucha por la clasificación nos jugamos también una determinada distribución del poder, privilegiamos una descripción concreta de la realidad en detrimento de otra alternativa, se establecen unos criterios concretos de legitimidad.

 

No es extraño, por tanto, que haya cada vez mas protestas que tratan de romper las taxonomías institucionalizadas desenmascarando a quienes se benefician de ellas o su pretendida neutralidad. Un ejemplo de ello es lo que Isabelle Bruno ha llamado el “statactivism”, el activismo político en torno a las estadísticas. Muchos grupos se han dado cuenta de que las estructuras sociales están condicionadas por la decisión en favor de ciertos indicadores y criterios de valoración, incluidos los procedimientos automatizados. Se han constituido movimientos como la ONG Algorithm Watch que exigen transparencia y derecho a la crítica, especialmente por parte de quienes son de ese modo clasificados. Otro ejemplo de este tipo de controversias es el que desde hace tiempo tiene lugar en torno a la medición del PIB y que fue el objeto en Francia de un informe realizado por Stiglitz, Sen y Fitoussi, en el que se planteaba incluir la desigualdad o las cuestiones medioambientales, por ejemplo.

 

Una de nuestras principales batallas políticas va a girar en torno a los conceptos apropiados a la hora de medir, la presentación pública de los datos y las consecuencias políticas que se seguirían de ellos. En un mundo en el que la política se confía a las representaciones cuantitativas, la lucha por el modo de medir se ha convertido ya en una tarea genuinamente democrática.

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