El porqué de los pactos

El Correo (enlace) y Diario Vasco (enlace) , 14/06/2019 

 

Las elecciones son un momento democrático que altera el paisaje político y vuelve a poner a los actores políticos ante la tarea de redefinir las funciones que les corresponde desempeñar, fundamentalmente en el gobierno o en la oposición. Y es un momento en el que vuelven a plantearse con toda su crudeza las contradicciones, dilemas y miserias que giran en torno a la negociación de los acuerdos y los pactos. Aparecen la llamada a resistir y la voz de la responsabilidad, la apelación a los principios y la acusación a los traidores, la tensión entre las convicciones y el pragmatismo.

 

Cuando los electos examinan sus cartas, tras comprobar que la sociedad no les ha dado una liciencia para hacer lo que quieran, comienzan a deliberar acerca del modo de configurar una mayoría que —aunque sea inapropiada para llevar a la práctica todo lo que decía su programa electoral o quieren sus electores— se aproxime lo más posible a sus aspiraciones. Sin mayoría absoluta, lo que procede es pactar. ¿A qué se debe que casi nadie disponga de mayoría absoluta, que los resultados sean tan parecidos a un empate o que la repetición de elecciones apenas modifique los resultados? Esa ficción inevitable que llamamos soberanía popular o voluntad general dice algo muy claro para quien quiera entenderlo: el pueblo soberano rara vez otorga a uno solo la capacidad de hacer lo que quisiera. Podríamos lamentar la fragmentación o la polarización, pero desaprovecharíamos la ocasión para extraer la lección que la voluntad popular nos ofrece en esos momentos: el deseo de la sociedad de que si se pretende alguna modificación significativa de las condiciones de nuestra convivencia, esa iniciativa no sea llevada a cabo por una mitad de la sociedad contra la otra sino a través de procedimientos integradores y acuerdos más amplios.

 

Se abre entonces un tiempo para llevar a cabo un tipo de operaciones que pueden ser interpretadas, según la madurez política del observador, como traición o fidelidad al mandato popular. Los electores que demandan a sus representantes el cumplimiento de un mandato no lo han hecho con la mayoría necesaria, de manera que los elegidos deben interpretarlo como una autorización para hacer aquello que más se acerque a ese mandato o no hacer nada, maldecir su incapacidad y esperar otra oportunidad. Vuelve a aparecer entonces la típica tensión política entre la convicción y la responsabilidad. ¿Quién cumple mejor la voluntad de sus votantes, el pragmático o el guardián de las esencias?

 

Es cierto que la inevitable necesidad de negociación que tienen los partidos reduce el poder de los votantes, pero también cabe entender que limitar el poder de los electos (estrechando en exceso su margen de maniobra, con mandatos imperativos o impugnando sus pactos) puede suponer una limitación del poder de los electores, que quieren que se lleve a cabo el tipo de política más aproximada a sus aspiraciones, dentro de lo que posibiliten las circunstancias.

 

El problema no es elegir entre la ineficacia o la traición, sino cómo hacer para que los gobiernos no se distancien demasiado de los mandatos de los electores ni su rigidez les haga ineficaces. Y la ciudadanía debe tolerar una cierta laxitud en sus decisiones porque los mandatos en democracia rara vez son absolutamente imperativos. La inevitable necesidad de negociar que tienen los partidos reduce el poder de los electores. Cuando es preciso construir mayorías de gobierno, cuando aparecen elementos nuevos o imprevistos que exigen decisiones inéditas, los partidos y los gobiernos se ven obligados a alejarse de los mandatos expresos o a realizar modificaciones para las que no estaban expresamente autorizados. ¿Preferiríamos en este caso condenarles a la ineficiencia o exigir una autorización adicional (mediante un referéndum o repitiendo las elecciones), que no siempre es posible o deseable? Puede haber pactos mejores o peores, algunos que eran inconcebibles hace poco tiempo e incluso otros que podríamos considerar indeseables, pero la necesidad de pactar es una propiedad de la vida democrática, al menos mientras la gente siga siendo tan tacaña cuando se trata de otorgar mayorías absolutas.

Instituto de Gobernanza Democrática
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