Carabinas políticas

El Correo y Diario Vasco, 9/05/2019 (enlace)

 

Mi amigo José Andrés Torres Mora ha propuesto una metáfora ingeniosa para explicar por qué las relaciones entre los partidos –no solo entre los antagonistas sino, lo que es más paradójico, entre los vecinos y similares- son a veces tan extrañas, su enemistad tan intensa y por qué esa enconada rivalidad produce unos resultados con frecuencia lamentables. Aludía a la vieja figura del carabina, aquella institución de otras épocas encargada de acompañar a una pareja con el fin de que no hicieran lo que seguramente hubieran deseado hacer sin la presencia de tan incómodo vigilante.

 

Yo vengo formulando algo similar con la idea de que todas las organizaciones políticas tienen, dentro o a su alrededor, un Tea Party. Es un grupo, sector o movimiento social, supuestamente de los nuestros o con ideología similar, que se dedica a asediar a los moderados o más proclives al pacto, con un marcaje que pretende impedir que se hagan concesiones al enemigo, que exige lealtad a unos principios, entendidos como algo que no permite transacciones ni compromisos. Son los guardianes de las esencias que no combaten a sus enemigos, sino que están al acecho de sus semejantes para que no pacten ni se rindan (que viene a ser lo mismo para ellos). Todos padecen este particular asedio que establece un marcaje férreo de manera que no se hagan cesiones ni se llegue a compromisos con el enemigo; este fuego amigo exige la lealtad absoluta a unos objetivos políticos que deben ser conseguidos sin contrapartidas ni compromisos con el adversario, desprestigiando así la figura del pacto o el valor de la transacción.

 

Algo de este estilo, con sus variaciones y peculiaridades, explica el tipo de relación que hay entre las distintas versiones de la izquierda (entre el PSOE y Podemos), entre el PNV y la Izquierda Abertzale (ahora la metáfora de la carabina está afortunadamente desarmada), entre las dos grandes corrientes del nacionalismo catalán o, de un tiempo a esta parte, entre las distintas derechas. Las relaciones entre ellos suelen ser tan extrañas porque en el fondo no combaten a un adversario, sino que pretenden sustituir a un semejante. La pretensión del sorpasso genera una relación más tensa que la que tienen los antagonistas.

 

Si este análisis es correcto serviría para explicar la incomodidad y desconcierto con que el PP ha visto surgir un fuego amigo desde su flanco derecho al que hacía tiempo se había desacostumbrado. Desde que Aznar logró la fusión de las derechas, el PP sólo sabía combatir al adversario y se había olvidado cómo se lucha contra el semejante, si pareciéndose a él o marcando las diferencias, si era mejor ofrecerle ministerios o marginarlo. El PP estaba habituado a no tener carabina. En el momento en que aparecen competidores que no se sitúan en el campo ajeno sino en el propio, desde lo viejo o lo nuevo, custodiando los viejos principios de la derecha nacional española (como Vox) o aspirando a remplazarles desde la virginidad política y un toque liberal (Ciudadanos), la desorientación estaba servida. El PP no se había preparado para ese tipo de batallas. De ahí proceden sus errores de las pasadas elecciones y su giro en las posteriores, tan rápido como poco creíble, que no revela flexibilidad sino perplejidad.

 

No hay que perder de vista que ese peculiar acoso de los semejantes tiene como principal efecto colateral que muchas veces impide ganar las elecciones. En 2008 John MacCain perdió las elecciones ante Obama, tras haber cedido al Tea Party y designado a la extremista Sara Palin como candidata a la vicepresidencia; en las pasadas presidenciales francesas, Melenchon, el líder de la izquierda insumisa, prefirió mantener intactos sus principios que pedir el voto para Macron, aunque de este modo se corría el riesgo de hacer presidente a Le Pen; en las recientes elecciones generales, Vox ha conseguido un buen número de diputados pero, sobre todo, que la derecha en su conjunto no ganara, obligándoles a competir por la primacía en el rincón más extremo; en el soberanismo catalán hay algunos que aspiran a ese puesto de honor que consiste en salvaguardar los valores de la unilateralidad (término que en el lenguaje procesista designa el rechazo a cualquier salida pactada), aunque de este modo lo único que se consigue es que no haya ningún avance hacia la solución.

 

Por eso cuando alguien anuncia que quiere recuperar su identidad “sin complejos”, nos está diciendo dos cosas: que va a obedecer a los más radicales de los suyos y que no le importa perder las elecciones.

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