Una renovación conceptual de la política

El Diario Vasco, 19/05/2018 (enlace)

 

La mayor parte de los conceptos han envejecido en la política más que en otros ámbitos de la vida social que, como la economía o el arte, han llevado a cabo las necesarias renovaciones. Pensar no lo es todo en política, por supuesto, pero sin la reflexión en el plano de las ideas nos seguiremos equivocando cuando se trata de entender la transformación de nuestras sociedades y el modo más adecuado de gobernarlas. Esta reflexión es particularmente necesaria para comprender y gestionar los problemas relativos a la territorialidad, la identidad o la soberanía, donde los mayores cambios en la práctica conviven con los conceptos más anacrónicos.

 

Descendamos ahora al concepto de soberanía que se emplea en la Constitución Española y en la célebre sentencia del Tribunal Constitucional en 2010 sobre el Estatut del año 2006. La Constitución dice que la nación española es indisoluble pero no que la soberanía sea indisoluble, por lo que no prohíbe un diseño alternativo al modo como se distribuye territorialmente esa soberanía. La célebre sentencia sobre Estatut declaraba, por el contrario, que sólo era posible una nación y situaba la cuestión del poder en un marco mental de exclusividad, verticalidad, supremacía y monopolio.

 

Este modo de ver las cosas implica aferrarse a una noción de soberanía detenida en el tiempo y que parece no tomar en consideración los cambios que esa realidad ha experimentado en el proceso de integración europea. Es una inconsecuencia o un anacronismo que el Tribunal Constitucional que no puso pegas a la cesión de soberanía hacia Europa combata la idea de que la soberanía de la nación española pueda ser compartida con otras soberanías nacionales dentro de España. Como ha señalado Ignacio Sánchez Cuenca, si se hubiera hecho una interpretación tan literal de la soberanía para la integración europea como se hizo en relación con el Estatut, el proceso de integración europea se habría bloqueado. En esta transferencia de soberanía hacia Europa tenemos un ejemplo de cómo las cosas en la práctica se mueven en una determinada dirección, pero el mundo de los esquemas mentales se mantiene con frecuencia inalterado. Compartir soberanía con el resto de los europeos parece menos doloroso que hacerlo con los catalanes, no por una cuestión de imposibilidad teórica sino por una resistencia ideológica. El ejemplo contrario de una voluntad de renovación conceptual se encuentra en el voto particular de Eugenio Gay que, apelando a una realidad compleja, criticaba el academicismo de una sentencia más propia del siglo XIX y alejada del mundo contemporáneo «en el que las soberanías son difíciles de distinguir y los Estados no son soberanos en el sentido pleno del término».

 

En un Estado compuesto o plurinacional la lealtad no se construye más que si la identidad y la voluntad de autogobierno es reconocida y no subordinada. Es necesario dar una respuesta innovadora a la cuestión de la legitimidad incorporando elementos asociados a los derechos colectivos y a las condiciones de convivencia en una sociedad compleja en la que puedan convivir diferentes identidades nacionales. Al mismo tiempo, la complejidad de un mundo transnacional y profundamente dañado en su ordenamiento estatal deja a los agentes políticos la posibilidad de actuar de otra manera distinta que reivindicando el monopolio sobre un territorio determinado. Por eso se hace necesario inventar coherencias nuevas en espacios múltiples que se equilibren entre sí en vez de inscribirse en una jerarquía fría y constrictiva. Se trata, en definitiva, de superar las lógicas territoriales antagónicas.

 

Para llegar a ese punto tenemos que hacer, entre otras cosas, un esfuerzo colectivo de renovación conceptual porque los viejos conceptos políticos y sus instrumentos jurídicos no permiten esa reconfiguración de los espacios políticos que exige la convivencia democrática en sociedades compuestas. Y lo que yo vislumbro en ese futuro no tan lejano es que todo lo que se construya de positivo para la convivencia política en el siglo XXI será en términos de diferencia reconocida. Ni la imposición, ni la subordinación, ni la exclusión, ni el unilateralismo son compatibles con una sociedad democrática avanzada.

 

Este tipo de configuraciones políticas va a requerir dos cosas: una nueva legitimación y una innovación institucional. Hace falta, en primer lugar, situar en el centro de la política la libre adhesión, la identificación y la implicación ciudadana. Nada se puede construir establemente sin el consentimiento popular; la imposición es un procedimiento inadecuado para la convivencia democrática. Cuando reivindico la fuerza de las decisiones libres me refiero a voluntades que expresen transacciones y pactos, no a voluntades agregativas o mayoritarias. En sociedades compuestas carece de sentido apostar por la subordinación, disolución o asimilación del diferente. No hay forma de vida en común sin la construcción laboriosa de procedimientos en los que se exprese el reconocimiento mutuo. Y esto nos conduce al segundo requerimiento: la innovación institucional de las soberanías compartidas. Allá donde la voluntad de diferenciación es tan persistente como la necesidad de convivir estamos obligados a pensar formas de decidir que impliquen una co-decisión, donde el derecho a decidir el propio futuro se combine con la obligación de pactarlo con quienes serán afectados por la decisión que se adopte.

 

El mundo no camina hacia la separación sino hacia la integración diferenciada. Ese nuevo juego nos va a obligar a todos, a soberanistas y a unionistas, porque la organización jerárquica del estado no termina de entender y aceptar el valor de la diferencia y ciertas modalidades del soberanismo, más que plantear algo nuevo, aspiran a reproducir en otra escala la misma lógica de homogeneización de los viejos estados.    

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