Una democracia ecológica

La Vanguardia, 17/02/2018

 

La lógica electoral apenas plantea incentivos para que quienes votan o son elegidos por un periodo breve de tiempo y en un espacio concreto se ocupen de asuntos de otro tiempo y de otro espacio, como los ecológicos, la mayor parte de los cuales afectarán más a otros. ¿Quién puede exigir sacrificios ahora para evitar daños lejanos o futuros? ¿Cómo funciona la rendición de cuentas respecto de los ancestros? ¿Qué político es capaz de otorgar más importancia a los derechos de los todavía no presentes que a sus electores?

 

Parece haber una incongruencia entre los procedimientos democráticos (especialmente los que tienen que ver con el hecho electoral) y las políticas de protección del medio ambiente, como si la democracia y la naturaleza no pudieran llevarse demasiado bien. La democracia sería un inconveniente para la política medioambiental y la lucha contra el cambio climático debido a la relación que mantienen la democracia y el tiempo: me refiero a esa preocupación por el hecho de que las instituciones de la libertad, como la política o el mercado, no pueden resolver problemas y riesgos para la sociedad situados en un futuro (más allá del ciclo electoral o de la simple agregación de intereses).

 

Esta es la razón de que hayan proliferado últimamente instituciones de tipo técnico, como las agencias especializadas en el tratamiento de estas cuestiones, e incluso que se apele directamente a soluciones autoritarias. En ambos casos, en la despolitización técnica y en la despolitización autoritaria, se parte de la sospecha de que los compromisos que requiere una política medioambiental seria tendrían que estar de algún modo sustraídos del political business ­cycle.

 

La solución técnica se justifica por la existencia de un cortocircuito sistémico de la democracia en un contexto ecológico. El cortocircuito consiste, de entrada, en que se trata de asuntos cuya complejidad sólo es identificable por los expertos, pero que en una democracia son decididos en última instancia por todo el mundo (a través, especialmente, de las elecciones).

 

Las agencias ofrecen precisamente una solución al problema planteado por la contradicción entre la perspectiva temporal de corto plazo que caracteriza a la política y la necesidad de soluciones a largo plazo en muchas áreas, especialmente las relativas a los riesgos ecológicos y la protección del medio ambiente.

 

Una institución que estuviera sometida a la ratificación electoral y a sus plazos no estaría en condiciones de tomar una serie de medidas que únicamente podrían justificarse en una perspectiva de largo plazo, perspectiva completamente ausente de nuestras democracias electorales. Los compromisos medioambientales –que tienen que ver con intereses que por definición están escasamente presentes en nuestros procedimientos de decisión– requieren algún tipo de justificación que no depende de la voluntad de los electorados realmente existentes. Nuestro gran problema es cómo hacemos valer lo común y el futuro cuando los gobiernos no tienen ningún incentivo para tomar en consideración las externalidades negativas que producen con sus decisiones en el espacio y en el tiempo distantes.

 

Pero hay otra razón más de fondo y principio para no desistir de que democracia y ecología sean compatibles. ¿De qué hablamos cuando hablamos de la naturaleza? La naturaleza y su nivel de protección no son asuntos objetivos e indiscutibles. La primera reserva que puede plantearse frente, por ejemplo, a la defensa de una despolitización del cambio climático es precisamente que el hecho de que haya un amplio consenso acerca de los hechos no significa un acuerdo acerca de las políticas. Existen muchas naturalezas y la democracia está precisamente para resolver el desacuerdo en torno a las cosas que tenemos que gestionar. Que deba respetarse el medio ambiente no elimina la posibilidad de decidirse, por ejemplo, entre diferentes niveles de riesgo ecológico, con lo que ya tenemos un conflicto entre electorados distintos pero similarmente afectados por el mismo pro­blema. Como todas las políticas, también las referidas a la protección de la naturaleza tienen sus costes. La sostenibilidad es un problema de redistribución de costes y ganancias, en este caso con una peculiar complejidad, por lo que no tienen nada de extraño que haya ciertos desacuerdos sobre ella. Las opiniones de los expertos no necesariamente coinciden en torno a cuestiones cuya objetividad les habíamos ­confiado.

 

La argumentación a favor de un tratamiento exclusivamente técnico-autoritario de estos asuntos es demasiado pesimista en relación con las posibilidades de la democracia de gestionar los riesgos ecológicos y demasiado optimista en lo que se refiere a las capacidades de la planificación de los expertos.

 

Allá donde los enunciados científicos no son indiscutibles y continúa habiendo intereses contrapuestos que ponderar, la democracia es inevitable y necesaria. Sólo ella es capaz en última instancia de manejar conforme a criterios de legitimidad las incertidumbres, el pluralismo de valores e intereses que se pone en juego siempre que nos enfrentamos a graves impactos medioambientales.

 

La protección del medio ambiente requiere fortalecer la democracia y no debilitarla. Es cierto que en ocasiones los problemas ecológicos pueden ser mejor gestionados protegiéndolos de la presión popular pero también abriendo esa gestión a la crítica y a la participación ciudadana. La política medioambiental y contra el cambio climático debe ser compatible con la democracia; si no, además de una amenaza contra el entorno físico, tendríamos otra contra nuestra forma de vida civilizada.    

Instituto de Gobernanza Democrática
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