Una defensa de la política

La Vanguardia, 8/05/2021 (enlace) (enllaç)

 

Los diagnósticos sobre los males de las democracias se dividen en dos grandes grupos: los que culpabilizan a los representantes y los que echan la culpa a los electores. Para los primeros, el mayor problema de la democracia sería la incompetencia de los políticos y la solución debería consistir en seleccionar a los mejores o, al menos, obligarles a que nos escuchen y permitir una mayor presencia efectiva del pueblo en la toma de las decisiones: más participación, transparencia y rendición de cuentas. Para el otro grupo de diagnósticos el problema residiría en la irracionalidad de los electores, a quienes se les obliga a decidir sobre asuntos cuya complejidad les sobrepasa. En este caso las soluciones pasan por otorgar más competencias a los expertos y disminuir el control ciudadano.

 

Por lo general, tratándose de cuestiones políticas, debemos sospechar de quienes lo confían todo a un tipo de solución. Desde que Aristóteles habló de la democracia como un régimen mixto se instauró un modo de pensar que busca equilibrar principios aparentemente opuestos. En este caso lo más razonable parece combinar ambos diagnósticos y confiar en las soluciones combinadas del tipo: tanta delegación como sea inevitable, tanta participación como sea posible; la democracia es un sistema político que pone en juego instituciones de la confianza e instituciones de la desconfianza, que confiere poder y está continuamente preguntándose si no se habrá excedido en esa delegación.

 

Pero el error básico de ambos diagnósticos reside, además de en su unilateralidad, en el hecho de que lo fían todo a las propiedades de las personas (a los representantes o a los representados) y descuida así una lección que “la inteligencia de la democracia” (Lindblom) nos ha enseñado después de tantos años de aprendizaje, avances y retrocesos: la democracia está hecha para el ser humano corriente y debe ser diseñada pensando en el común de los mortales, de modo que no haya que esperar demasiado de sus virtudes ni temer demasiado de sus vicios. Esperarlo todo del “gobierno de los mejores” o del “pueblo sano” es, además de un ejercicio de ingenuidad, una forma de elitismo o de elitismo invertido porque tan arrogante es pensar que las élites lo son porque son mejores como que el pueblo es siempre mejor que quienes lo representan.

 

La verdadera solución pasa a mi juicio por el diseño institucional y las condiciones sistémicas. La política no tiene los medios ni para designar a los mejores ni para hacernos sustancialmente mejores, pero sí para configurar unas instituciones que dificulten ciertas prácticas estúpidas y posibiliten unas interacciones que nos hagan colectivamente más inteligentes sin necesidad de que seamos demasiado listos. Pongamos como ejemplo el asunto de la corrupción. Si es cierta la estadística que leí en cierta ocasión en una revista americana, hay en nuestras sociedades un porcentaje de santos -digamos que un cinco por ciento-, que devolverá siempre una cartera encontrada en la calle aunque no le habría pasado nada por quedársela y otro porcentaje similar que se la quedará siempre aunque todo el mundo les vea. Lo primero nos resulta admirable y lo segundo no deja de sorprendernos, como cuando nos preguntamos, al ver desfilar a ciertos ladrones por los tribunales, cómo es posible que se hubieran considerado impunes. Para esos dos grupos es casi irrelevante el tipo de legislación que haya porque actúan así con independencia del aplauso o el castigo. El resto de la humanidad, pongamos que un noventa por ciento, somos personas sensibles a los incentivos de diverso tipo para hacer lo no haríamos si no hubiera incentivos. Cuando hablo de diseño institucional estoy refiriéndome precisamente al gobierno de ese noventa por ciento que obrará mejor o peor dependiendo de que esté vigilado, de la información disponible, la amenaza del castigo o las facilitaciones que se le proporcionen. En materia de corrupción, no se trata tanto de poner en las instituciones a gente incorruptible sino de dificultar la corrupción con todos los mecanismos de control que sean aconsejables; el comportamiento fiscal mejora no en virtud de la generosidad de los contribuyentes sino con inspección e incentivos; reciclamos mejor cuando no dan la información adecuada y nos facilitan los puntos de depósito correspondientes…

 

Mi perspectiva a la hora de hablar de estos asuntos es, desde hace años, sistémica porque estoy convencido de que la mayor parte de las cosas que hacemos mal no se deben a una maldad intrínseca que tuviéramos los humanos sino al hecho de que estamos metidos en unas dinámicas fatales que nos hacen peores y más torpes de lo que somos. La sociedad está llena de disfuncionalidades cuya verdadera solución no es predicar la conversión personal sino configurar eso que ahora llamamos gobernanza de manera que no se produzcan.  La crisis económica anterior no tuvo su origen en los estafadores o en que viviéramos por encima de nuestras posibilidades (las dos interpretaciones favoritas de los moralizadores de la izquierda y de la derecha) sino que se debió a una mezcla fatal de riesgos encadenados en un momento de débil gobernanza global; nuestros representantes políticos no son especialmente agresivos, pero si el entorno en el que se mueven está inflamado por las redes sociales y reina un cortoplacismo devorador se pueden convertir en auténticos depredadores; los economistas llevan tiempo advirtiéndonos del “problema de las muchas manos” en virtud del cual la presencia de bienes comunes que escapan del clásico marco de gestión estatal –y que podrían ser una magnífica ocasión para repensar el mundo en el que vivimos- se convierte en un escenario de irresponsabilidad generalizada. Si un sociólogo extraterrestre nos visitara tal vez concluiría que, a la vista de nuestras prácticas dañinas, la torpeza con que gestionamos crisis como la climática o el hecho de que entremos en unos combates de los que solemos salir con menores ganancias que las que hubiéramos obtenido con una disposición cooperativa, los terrícolas somos seres empeñados en perjudicarnos a nosotros mismos.

 

La función de la política es anticiparse al informe que podría haber hecho ese imprevisible visitante espacial: procurar una perspectiva general, facilitar a cada participante una visión de conjunto, equilibrar los intereses en juego de manera que haya una máxima ganancia general, sustituir siempre que sea posible el conflicto por la colaboración, advertir de los riesgos exagerados y sus posibles encadenamientos fatales.

 

 

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