La Vanguardia, 23/10/2020 (enlace)
Nuestros debates públicos son por lo general banales y de confrontación, pero de vez en cuando tocan un asunto de gran relevancia. Este ha sido el caso del manifiesto de un grupo de científicos advirtiendo recientemente de que, en la gestión de la pandemia, los políticos tienen el poder pero no saben, lo que permitiría deducir que los científicos saben pero no tienen poder. Cabría sostener con buenas razones lo contrario —que los políticos pueden menos de lo que parece y los científicos saben menos de lo que creemos— pero tratemos más bien de identificar el papel de cada cual en la toma de decisiones políticas, especialmente en aquellas que tienen grandes consecuencias sociales, como todas las relativas a la actual pandemia.
Los problemas políticos y sociales más importantes requieren una gran cantidad de conocimiento científico y quienes lideran las instituciones políticas no lo tienen, por lo que han de asesorarse convenientemente. La política no es practicable hoy sin un recurso continuo al saber experto.
Hasta aquí el manifiesto plantea una exigencia indiscutible, pero lo hace de un modo que es cuestionable por dos razones: porque parece no tener en cuenta la naturaleza del saber experto y por sugerir que la función de la política se agotaría en implementar el consejo científico recibido. Ambas suposiciones son menos evidentes que lo que dan a entender los firmantes del manifiesto y parecen desconocer el sentido o la función de la política en una sociedad democrática, asunto sobre el que por cierto otros científicos —desde el derecho, la sociología, la ciencia política o la filosofía— han realizado aportaciones dignas de ser tomadas en cuenta. Por otro lado, que el juicio de los científicos sea muy importante no quiere decir que el político no lo haya de ponderar con otros criterios.
Es necesario pensar de otra manera las condiciones bajo las cuales el conocimiento puede y debe hacerse presentes en el proceso político. El disenso de los expertos, la cuestionable valoración científica de los riesgos y el potencial amenazador de algunas innovaciones científicas han contribuido a cuestionar la tradicional imagen de la ciencia como una instancia que suministraba saber objetivo, seguro y de validez universal. ¿A qué epidemiólogos hemos de hacer caso, a los que eran partidarios de la inmunidad de rebaño o a los que defendían los más estrictos confinamientos? ¿Acaso los científicos y los expertos no se equivocan nunca?
Frente al sueño tecnocrático, lo cierto es que la ciencia es una voz más en el concierto y las lógicas políticas, éticas o ideológicas se hacen también valer como puntos de vista legítimos a la hora de adoptar las decisiones. La ciencia asesora, pero no sustituye.
Deberíamos pensar la relación entre ciencia y política no como sumisión de una a otra (en cualquiera de las dos direcciones) sino como un proceso argumentativo. Los problemas políticos deben ser traducidos al lenguaje de la ciencia, pero a su vez las respuestas de los científicos no son aplicables a la política mientras no hayan sido vertidas en el formato de las decisiones políticas. No hay una traducción inmediata de los juicios científicos en decisiones políticas, como tampoco una justificación científica de decisiones previamente adoptadas.
La decepción de los políticos de que no les proporcionan consejos claros y seguros se corresponde con la decepción de los científicos de que frecuentemente su consejo no es escuchado. La cuestión es cómo organizar el asesoramiento de manera que se satisfaga la doble exigencia de que el consejo sea verdadero y viable, que cumpla las exigencias de objetividad y legitimación. En el momento de la decisión es donde se hace valer aquella frase de Andrómaca en la tragedia Hécuba: “cuando los marinos enfrentan los vientos rápidos, una multitud de sabios reunidos no vale lo que una inteligencia más común pero soberana”.
En todo caso, al pensar las relaciones entre saber y poder, conviene tener en cuenta que ni uno sabe tanto ni otro puede tanto. Ambos pueden consolarse mutuamente de haber perdido sus antiguos privilegios y compartir la misma incertidumbre, bajo la forma de perplejidad teórica en un caso y como vértigo ante la contingencia de la decisión en otro. ¿Qué privilegio ha perdido el poder? La prerrogativa de no tener que aprender y dedicarse simplemente a mandar. ¿Y cuál es el que ha perdido el saber? Pues ha perdido aquella seguridad y evidencia que le permitía prescindir de toda exigencia de legitimación; ahora es más visible su inexactitud social. De ahí que el problema ya no sea cómo compaginar un saber seguro con un poder soberano, sino cómo articularlos para compensar las debilidades de uno y de otro en orden a combatir juntos la creciente complejidad del mundo.