El Correo (enlace) y Diario Vasco (enlace), 11/02/2020
Quienes han lanzado la campaña del veto parental en la educación puede que lo tengan todo muy claro, pero reina una gran confusión en torno a la diferencia entre lo público y lo privado. En estas batallas se pone de manifiesto que hay quien no termina de entender (o tal vez lo entienda demasiado bien) en qué consiste la escuela y cuál es su función, algo que tiene muy poco que ver con su titularidad.
El veto implica una secesión del espacio común de educación y se basa en una equivocada concepción de la naturaleza de la familia y de la escuela. No entiende la escuela quien la concibe como una mera prolongación de la familia. La escuela es un lugar de transición desde el ámbito de lo familiar hacia el mundo, la institución donde se hacen las primeras experiencias de lo extraño, un espacio en el que se aprende a vivir con menos afecto y más diversidad que en el entorno familiar y, por eso mismo, una preparación para un mundo en el que nuestras hijas e hijos deberán desenvolverse en entornos muy plurales y gestionando la indiferencia e incluso el conflicto que, generalmente, no encuentra en la propia familia. La sociedad es pluralismo y conflicto, algo de lo que apenas se tiene experiencia en la familia (o en una medida mucho menor) y que sólo una escuela como primer muestrario de la diversidad nos puede enseñar.
Esa experiencia de la diversidad no se realiza de forma exclusiva en la escuela pública (algunas con una homogeneidad que es debida a la estratificación urbana que, por exclusión o degradación, configura vecindarios homogéneos e incluso verdaderos guetos urbanos), pero también es realizable en la escuela privada (que debe plantearse este objetivo además o dentro de su propio ideario). Unas y otras, de acuerdo con su propia naturaleza, deben entenderse a sí mismas como preparaciones para la convivencia en sociedades plurales y posibilitar el aprendizaje correspondiente.
El secesionismo educativo es, en última instancia, una renuncia a la construcción de un espacio común. Desde hace tiempo las derechas emplean una terminología que, en el fondo, nos concibe a como individuos soberanos que se desarrollan sin la sociedad o contra ella. Aparecen términos como “apropiación” de los hijos o “expropiación” fiscal, lo que configuraría un correspondiente derecho de veto y autoexclusión. Estas derechas están más preocupadas por protegerse frente al pluralismo social que por la segregación general de nuestras sociedades, donde hay cada vez más burbujas, espacios homogéneos y guetos urbanos, en los que nos se nos entrena para el pluralismo sino para la conformidad y la redundancia.
Los defensores del veto parental utilizan un marco de libertad individualista para reintroducir un colectivo totalizador que sería la familia. Suena atractivo el lenguaje emancipador, pero oculta una concepción de la autoridad muy siniestra. Los padres deberíamos ser los más interesados en liberar a nuestros hijos de nuestra presencia monopolística o, dicho de otra manera: nuestra responsabilidad en su educación y nuestro derecho a decidir qué educación queremos para ellos debe incluir el compromiso de educarles en un espacio común, compartido con quienes no les dispensan el mismo afecto que nosotros y en el que reciban un contraste real con nuestro modo de vida particular. Si estamos convencidos de que los valores que les transmitimos son los mejores, no deberíamos temer a que verifiquen su validez en un contexto real, en espacios donde concurren con otras versiones del mundo. Si les hemos dado los instrumentos para pensar y decidir por cuenta propia, no deberíamos ser demasiado temerosos; si nuestra educación ha sido adoctrinamiento y control, entonces podemos esperar lo peor una vez que se introduzcan, sin nuestra tutela vigilante, en el mundo real.
El oficio de educar es difícil y en cierto modo paradójico. Nuestras propias convicciones y visión del mundo nos lleva instintivamente a desear que nuestros hijos piensen como nosotros, para lo cual hay que comenzar procurando que piensen… y seguramente entonces hay pocas probabilidades de que piensen como nosotros.
Una relación de paternidad no es una relación de posesión sino de responsabilidad, del mismo modo que la relación de los gobernados con sus autoridades no es de sumisión sino de ciudadanía. Nadie es dueño de nadie. Con distintos grados, según hablemos de la familia o de la sociedad civil, quien ejerce algún tipo de autoridad tiene una responsabilidad que no le convierte en dueño de otros –ni siquiera de sus hijos menores de edad- sino en posibilitador de su autonomía personal.