La Vanguardia, 19/03/2022 (enlace)
Una manifestación de que no sabemos qué hacer con los giros de la historia es que ni siquiera nos ponemos de acuerdo en cómo interpretarlos, como una sacudida pasajera o como una disrupción absoluta. Los acontecimientos inéditos producen en unos perplejidad y en otros histeria, posiciones desde las que no se piensa bien y se actúa peor. Cada vez que surge un fenómeno social poderoso o una tecnología que parece alterarlo todo el panorama se llena los peores presagios y, entre ellos, uno que podríamos agrupar en el término remplazamiento. Una gigantesca y nueva rivalidad parece amenazar a grupos sociales enteros, culturas y trabajadores.
Llevamos tiempo pensando en esos términos: los libros serían sustituidos por las pantallas, lo analógico por lo digital, la globalización supondría el final de lo local, quien habla de conflictos de identidad se estaría olvidando de los relativos a la redistribución, las redes acabarán con los periódicos, la política será sustituida por los expertos, el hombre blanco se siente amenazado en su supervivencia cuando se reconocen otros derechos además del suyo, la aceptación de la diversidad sexual parece amenazar al feminismo clásico, un pueblo remplazará a otro en virtud de la emigración, las máquinas desplazarán a los trabajadores… No son malestares que puedan interpretarse con las clásicas categorías de la alienación, la subordinación, la explotación o la exclusión sino con una peculiar angustia producida por la amenaza de la propia desaparición. Con razón o sin ella, pensemos en el temor que sienten sectores enteros del mundo del trabajo con la posibilidad de desaparecer, desde el mundo rural de la España vaciada o los chalecos amarillos en Francia, la angustia que el fenómeno de la inmigración produce en ciertos sectores de la sociedad o el temor ante la posible desaparición de industrias vinculadas a formas de energía especialmente contaminantes.
A lo largo de la historia ha habido innumerables efectos de sustitución (de una tecnología por otra, de culturas e incluso civilizaciones enteras), pero también pronósticos de desaparición que no se han cumplido: el libro no acabó con todas las formas de cultura oral, del mismo modo que tampoco los periódicos murieron cuando aparecieron la radio o la televisión y es poco probable que vayan hacerlo transmutados en un formato digital; lo habitual en las sociedades ha sido la movilidad y la mezcla, mientras que la homogeneidad estable era una curiosa excepcionalidad para entretener a los etnólogos; los humanos han vivido siempre en entornos tecnológicos, se han servido de prótesis e instrumentos de diverso tipo y algunos de esos dispositivos, especialmente en los nuevos entornos digitales, se nos emancipan hasta cierto punto y nos obligan a una peculiar renuncia al control absoluto; interpretamos las guerras como combates en los que se juega la supervivencia de unos sobre otros, pero lo que se suele ventilar es más bien una nueva redistribución del poder. Nos imaginamos colonizados por los otros, sometidos a las máquinas, cuando la realidad es que han surgido nuevas configuraciones en las que ambas realidades, nosotros y los otros, los humanos y las máquinas, aun en medio de no pocas tensiones y conflictos, persisten, se mezclan y conviven.
Dos ámbitos en los que este remplazamiento se conjura como una fuerte amenaza son el de la inmigración y el del trabajo. Uno parece preocupar más a la derecha y el otro a la izquierda, pero ambos comparten un miedo similar a la deshumanización, ya sea por el universalismo cultural o por la tecnología. ¿Tiene sentido temer que nos sustituyan los emigrantes o las máquinas?
Comencemos por el asunto de la inmigración, que está dando lugar a una narrativa central en los preparativos para las elecciones presidenciales francesas, pero que se replica en muchos países, especialmente de la mano de la extrema derecha. En Francia el tema del remplazamiento había sido un asunto de la literatura, desde Raspail a Houllebecq, y el candidato Zemmour lo ha convertido en un instrumento electoral. Este presagio se desmiente con la realidad demográfica pero sobre todo si examinamos la simpleza de los conceptos que lo sostienen. De entrada, ese discurso crea un marco mental según el cual quienes vienen de fuera serían los poderosos y los autóctonos los débiles, cuando la realidad es exactamente la contraria. Son más bien quienes llegan los que reciben el impacto de una sociedad que hace valer sus normas y costumbres. Fruto de esa fricción los inmigrantes dejan no pocas huellas en la cultura de acogida, pero es mayor la influencia que reciben y las modificaciones de su estilo de vida que se ven obligados a realizar. No se dan las condiciones para un remplazamiento, pero tampoco el discurso de la integración parece tener en cuenta el dinamismo que se produce en el cruce de las culturas, un fenómeno bidireccional, en el que se producen mezclas e influencias recíprocas. Las sociedades no son unidades cerradas sino espacios porosos que siempre han estado reconfigurando su identidad a partir de experiencias de encuentro y conflicto. La primera inconsecuencia del discurso según el cual nosotros estaríamos siendo remplazados por otros es la dificultad de pensar un nosotros en el que no estuvieran ya presentes muchos otros.
El otro gran remplazamiento amenazante sería el que presagia una sustitución de los humanos por las máquinas, sea por una algoritmización que desnaturalizaría nuestras decisiones democráticas o mediante la automatización que arrasaría los puestos de trabajo. Es curioso que quienes se sienten amenazados sean quienes más creen en los discursos de los tecnócratas que se creen competentes para todo y de las plataformas que desearían que efectivamente el trabajo dejara de existir tal y como lo hemos conocido. Aquí también los malos augurios se apoyan en malos análisis del modo como los humanos y las máquinas se van a relacionar. Si la llamada inteligencia artificial hiciera lo que hace el cerebro humano habría motivos para exultar o para inquietarse, pero lo cierto es que son dos potencias que, pese a su nombre, se parecen bastante poco y colaboran más que competir. Tampoco los sistemas automatizados realizan trabajos sino tareas, lo que es bien distinto. El ecosistema humanos-máquinas no está libre de tensiones y conflictos, pero es mucho más verosímil que consigamos hacerlos complementarios que pensar en una simple sustitución.
Es verdad que toda la dificultad del asunto -de la convivencia social y de la convivencia con las máquinas- está en las transiciones que debemos acometer. En esos tránsitos se ventilan graves cuestiones de justicia y se vuelven a dibujar las brechas entre perdedores y ganadores. La configuración de sociedades más plurales plantea muchos problemas de gestión de la diversidad; la transición ecológica grava más a algunos sectores que a otros; surgirán nuevos empleos y perfiles, pero mientras tanto el balance entre creación y destrucción de empleo es incierto y las compensaciones no serán fáciles ni inmediatas; la digitalización desconecta a determinados sectores de la población, como se pone de manifiesto en la llamada "rebelión en los cajeros", esas protestas de la gente mayor ante una digitalización de los procesos bancarios que suponía de hecho una exclusión financiera.
En todos estos ámbitos el tema no es cuándo se producirá el remplazamiento sino de qué modo configuraremos la futura hibridación (entre nosotros y ellos, las máquinas y los humanos o lo analógico y lo digital). Que una determinada transición deba hacerse e incluso sea inevitable no significa que no quepa llevarla a cabo más que de una manera irreflexiva y desequilibrada. Mientras nos dejamos atrapar por el miedo a mayúsculas amenazas que contemplamos con impotencia, descuidamos la gestión justa de las transiciones que tenemos a nuestro alcance.