El País, 3/12/2020 (enlace)
La democracia ha estado siempre bajo la sospecha de ser incompetente, sobre todo ante situaciones de urgencia y especial gravedad. Demóstenes lamentaba la lentitud de Atenas frente a las amenazas expansionistas de Felipe II de Macedonia. Mientras los atenienses se dedicaban a discutir y votar, nada detenía la campaña militar que les amenazaba. Desde entonces hasta las críticas al parlamentarismo a comienzos del siglo XX, el reproche es siempre el mismo: la discusión de los demócratas es una pérdida de tiempo y solo el liderazgo resolutivo (de los autócratas, pero también el de los técnicos y expertos) puede poner fin a esa pérdida de tiempo y postergación de los problemas que caracterizaría a las democracias.
Con ocasión de la pandemia los gobiernos democráticos han recibido una doble recriminación en sentidos contrapuestos: porque son demasiado débiles o porque son demasiado fuertes. Por un lado, la apelación, más o menos explícita, a un poder fuerte y por otro las manifestaciones contra las medidas sanitarias en nombre de la libertad de los individuos, que deberían poder hacer todo lo que quieran, aún poniendo en riesgo la vida de los demás.
La acusación de que los gobernantes abusan de su poder es pertinente en algunos Estados pero por lo general constituye una exageración injustificable. No deberíamos perder de vista que la coerción con la que el poder político puede asegurar la respuesta social necesaria para hacer frente a la crisis es muy limitada, en razón de las protecciones constitucionales de la libertad individual. El desafío de la democracia liberal consiste en desplegar tanto poder como sea necesario, pero no más, para asegurar la libertad de todos.
La otra crítica considera que la democracia es incapaz de reunir el poder necesario para hacer frente a las crisis. En medio de la crisis sanitaria numerosos Estados democráticos ofrecen un espectáculo de indecisión, contradicciones y confusión que afecta a la confianza de la población hacia unas medidas adoptadas y presentadas de modo incoherente. La pandemia ha dado mayor verosimilitud a las viejas críticas de impotencia. El deseo de que haya una respuesta eficaz contra los riesgos hace que incluso la solución autoritaria sea atractiva para una parte creciente de la población. ¿Es cierto que las democracias no disponen del poder suficiente para abordar las crisis y que aquel al que recurren es excesivo?
Los partidarios de empoderar a los gobiernos para hacer frente a las crisis proponen que los primeros recortes vayan a prescindir de la dimensión deliberativa de la democracia, que se hable menos y se actúe más. Hablar, en todos sus formatos, es una forma de actuar de la que no podemos prescindir ni siquiera en plena urgencia de la crisis. Es muy humano el desánimo que produce en la ciudadanía la áspera discusión entre los actores políticos en medio de una crisis, pero también lo es que se agudice la confrontación en tales circunstancias. Las decisiones colectivas, por muy urgentes que sean, no se pueden adoptar sino en el seno de una interpretación conflictiva de la realidad y en medio de una confrontación explícita de intereses. Pensar que la política puede ahorrarse ese momento de discusión para abordar directamente las soluciones es no haber entendido la naturaleza de la política e incluso la propia condición humana.
Puede que el verdadero debate no sea el que compara democracias impotentes y autocracias poderosas sino otro en torno al nivel de confianza social. En un país de elevada confianza la ciudadanía se fiaría de la competencia de las élites para dirigirlo y las élites confiarían en la responsabilidad de la gente para conducirse sin poner en riesgo la salud pública. Donde esa confianza es escasa tiende a prohibirse cualquier forma de contacto social para no arriesgarse a que la epidemia se propague y las élites despliegan un combate encarnizado entre ellas por el poder tratando de aprovechar en su favor la desconfianza creciente hacia quienes ocupan las instituciones. Hay desconfianza en una triple dirección: entre la gente y sus representantes, de los representantes hacia la gente y entre los representantes. Las élites insisten en sus mensajes para responsabilizar a una población a la que consideran incapaz de actuar responsablemente fuera de un marco disciplinario, la ciudadanía desconfía de que sus representantes tengan la competencia que exigen las circunstancias y los actores políticos no desaprovechan ninguna oportunidad para obtener alguna ventaja de su encarnizada confrontación.
Aunque el respeto a las normas haya sido bastante elevado durante la primera ola de la pandemia, los movimientos recientes de protesta y la resistencia de ciertos agentes políticos ponen de manifiesto que no hay que dar por asegurada la voluntad de obedecer. Ocurre algo similar con la confianza que podemos otorgar a nuestros gobernantes, que supieron gestionar un confinamiento que no daba lugar a muchos matices, pero está por ver que sean capaces de hacerlo cuando el escenario es más complejo y la variable del comportamiento individual menos predecible.
Cuando no hay confianza en la gente las normas de coordinación social toman la forma de reglas minuciosas más que de principios que deben adaptarse a las circunstancias concretas. Pero en una sociedad democrática el principal recurso para enfrentarse a una pandemia es el ejercicio responsable de la libertad individual. En una democracia de alta confianza las autoridades gobiernan con los ciudadanos; donde la confianza es escasa lo hacen a pesar de los ciudadanos.
¿En qué consistiría entonces el poder de las democracias frente a la supuesta eficacia autoritaria? ¿Y si la fuerza de la democracia se debiera a su capacidad de proteger la crítica, incluída la crítica hacia sí misma? La cantinela de que las democracias son impotentes culpabiliza de ello al desacuerdo. El sabio Spinoza, en cambio, situaba su poder en la falta de unanimidad. Mientras que las tiranías son arbitrarias y cambiantes, en una democracia “lo absurdo es menos temible, ya que es casi imposible que la mayoría de los hombres se pongan de acuerdo en una única y misma absurdidad”. Spinoza no ignoraba los errores humanos; advertía simplemente que en una sociedad plural es más difícil cometerlos que en aquellas en las que el pluralismo hubiera podido ser suprimido. El desacuerdo tiene muchos inconvenientes, pero al menos impide la obstinación en el error. Aún suponiendo que las democracias y los autoritarismos tengan las mismas posibilidades de equivocarse, es mejor equivocarse en una democracia porque en ella —debido al carácter controvertido de la opinión pública y a su régimen competitivo— es más fácil y más rápido abandonar el error (o que te obliguen a abandonarlo). La democracia es un sistema político en el que se pueden efectuar procesos de aprendizaje abiertos, alimentados por una crítica razonada a las autoridades y a sus errores, de manera que es siempre posible corregirlos e incluso sustituir a quienes los cometieron. El poder de la democracia es su capacidad de aprender.