El País, 21/01/2018 (enlace)
Mi querido contradictor: Me dirijo a ti de manera genérica porque no eres alguien concreto sino el representante de ese grupo de personas que me han llevado la contraria a lo largo de mi vida y que me contradirán en el futuro; solo sé que a ti debo la mayor parte de las cosas que conozco pero, sobre todo, que la confianza propia no sea excesiva y esa distancia de seguridad respecto de uno mismo sin la cual nuestra vida sería un tedioso ejercicio de autorratificación.
Los seres humanos necesitamos entornos reconfortantes, no podríamos vivir sin rutinas incuestionadas y tenemos una escasa capacidad para las sorpresas. Ahora bien, más allá de un determinado grado de conformidad, la vida se convierte en una insoportable coreografía de aprobación de lo que somos y de cuanto sabemos. Sería terrible que Nietzsche tuviera razón cuando sostenía que los humanos no hacemos otra cosa que sorprendernos al encontrar cosas que previamente habíamos escondido. La prueba de que es posible hacer verdaderos descubrimientos, de que hay novedad en la historia, sois vosotros y vosotras, quienes nos contradicen.
Si uno es filósofo tiene además, por oficio, una especial adicción a la contrariedad. Por deformación profesional podemos entender bien a qué extraño mecanismo mental se estaba refiriendo Unamuno cuando afirmaba: “No estoy siempre conforme conmigo mismo y suelo estarlo con los que no se conforman conmigo”. Pensar es una estrategia para ir más allá de lo pensado, por otros y por uno mismo, impugnar los prejuicios (sobre todo los propios), imaginar situaciones insólitas, suponer que algo podría ser de otra manera. Para eso necesitamos un interlocutor que nos contradiga y, si no lo tenemos, lo inventamos: la ciencia cultiva la controversia, la refutación y la crítica, el derecho ha establecido procesos contradictorios previos a la determinación de la verdad jurídica y a la democracia le debemos ese hallazgo político prodigioso de que a todo gobierno le corresponde una oposición. Son estrategias que nos salvan de la locura en la que caeríamos, individual y colectivamente, si no tuviéramos nadie alrededor sistemáticamente empeñado en quitarnos la razón.
Si nos fijamos en cómo configuramos nuestros entornos obtendremos mucha información acerca de cómo somos. Hay quien prefiere el coro de aduladores y quien elige la primera línea de combate con el adversario. El equilibrio entre la seguridad y el riesgo, entre la comodidad de la rutina y el gozo de la curiosidad es algo que cada uno debe aprender a orquestar. No existe una fórmula universal para determinar el justo medio entre la convicción y la duda, pero yo he encontrado un remedio casero que no falla nunca: si en un momento dado descubres que eres el más listo del grupo, debes salir corriendo. Lo peor que puede pasarle a uno es tener discípulos dedicados a glosarte, hijos dóciles o seguidores entusiastas. Es mucho más interesante buscar la compañía de alguien diferente, procurar el contraste, dejarse arrastrar por la atracción de la controversia, generar algo que adquiera vida propia.
Aprendemos gracias a quienes nos contradecís y, en el terreno de la convivencia, aprendemos incluso a no irritarnos demasiado por las manías de los demás. El pensamiento, la vida y la democracia os necesitan para mantenerse en pie. Por eso, si uno anda escaso de contradictores es aconsejable que se los vaya procurando. Yo los he tenido y espero seguir teniéndolos en abundancia, en parte por razones estratégicas y en parte por haber dicho y hecho no pocas cosas que merecían la crítica y el reproche.
Mientras preparo mi próxima equivocación, quería recordar a mis contradictores que sigo contando con vosotros, aunque ya os anuncio que, como de costumbre, no me dejaré vencer sin ofrecer resistencia. Forma parte del trato.