La Vanguardia, 22/09/2018 (enlace)
Sobre la vida y la muerte de la democracia llevamos ya bastante tiempo discutiendo y su fallecimiento ha sido anunciado casi tantas veces como la muerte de Dios o la del hombre. Si los académicos disfrutaran de un especial prestigio en materia de necrología, tendríamos motivos serios para la preocupación. Desde hace unos cuantos años abundan los libros que nos advierten de su extinción: las democracias languidecen por culpa de los electores, de los elegidos, de las nuevas tecnologías, por ineficacia o falta de racionalidad… En lo único en que discrepan estos obituarios es en la explicación forense, pero coinciden en advertirnos acerca de su condición mortal.
La democracia no es inmutable y algunas de sus versiones (la democracia ateniense, el imperio romano o la república de Venecia) desaparecieron después de una larga vida. No sería poco que sus beneficiarios fuéramos conscientes de la fragilidad de la democracia y pensáramos que la historia está llena de gente que no pudo imaginar que iba a acabarse la estabilidad de la que gozaban. Basta recordar los años 30 o 70 en Europa para no ser complacientes pensando que hay cosas que no pueden volver a suceder. Si es cierto lo que afirmaba John Adams, el gran luchador por la independencia americana y segundo presidente de Estados Unidos, todas las democracias se han suicidado.
A la hora de explicar cómo desaparecen las democracias, nuestra analogía favorita del desastre son los años 30. Todos conocemos los paralelismos que se trazan para hacer verosímil esa comparación, pero tal vez lo más inquietante de la situación en que nos encontramos es que este final de la democracia podría darse de un modo que no tiene precedentes (Runciman). Incomoda especialmente pensar que puede haber formas de debilitamiento y desaparición de las democracias que no nos resulten familiares, sin precedentes en el pasado y por tanto difíciles de prevenir. ¿Y si nuestras principales amenazas no fueran algo asimilable a las experiencias de quiebra de la democracia que recordamos con el fascismo o el comunismo, sino otras formas inéditas y sutiles de degradación? No estamos ante una segunda oleada de prefascismo; nuestras sociedades están más desarrolladas y son más interdependientes. Pensar en términos de reincidencia implica dar por supuesto que en la historia hay demasiada continuidad y que los fallos son una repetición. Si los paisajes históricos cambian realmente, entonces habrá que pensar que nuestras principales amenazas no son anticipables a partir de la experiencia histórica. Si hay innovación democrática es de suponer que las regresiones democráticas también adoptarán formas insólitas. Aplicamos soluciones del pasado a los problemas actuales porque pensamos que esos problemas, en el fondo, no son tan actuales, sino tan sólo versiones de lo ya conocido. Necesitamos otro marco de referencia para las soluciones, por supuesto, pero sobre todo para identificar los problemas.
Lo primero que hay que volver a pensar es el modo como se degradan las democracias. Tendemos a pensar que las democracias mueren a manos de personas armadas. Ahora bien, al igual que el poder, tampoco la violencia política es lo que era, por lo que hay que pensar fuera del marco mental del golpe de Estado o la insurrección, y más en términos de inadaptación, ineficiencia, degradación o desequilibrio. Más que complots contra la democracia, lo que hay es debilidad política, falta de confianza y negativismo de los electores, oportunismo de los agentes políticos o desplazamiento de los centros de decisión hacia lugares no controlables democráticamente. En vez de manipulación expresa, estamos construyendo un mundo en el que hay un combate más sutil y banal por atraer la atención; donde el activismo político adopta la forma del voyeurismo; en el que es difícil discernir la opinión autónoma del automatismo de opinar. Los personajes que amenazan nuestra vida democrática son menos unos golpistas que unos oportunistas; su gran habilidad no es tanto hacerse con el poder duro como lograr atraer el máximo de atención. En esto, Donald Trump es el gran campeón de la banalización política.
La idea de una conspiración intencional y violenta no es un buen punto de partida, como tampoco dividir el mundo político entre héroes y villanos, porque nuestra decepción democrática tiene mucho que ver, por un lado, con la dificultad de las cosas, con la perplejidad ante situaciones inéditas y con que no estamos capacitados para procesar tanta complejidad; por otro lado, todo sería más sencillo si pudiéramos distinguir con absoluta nitidez entre inocentes y culpables (y, de paso, situarnos en el lado correcto), pero en la situación que lamentamos hay muchas trampas en las que nosotros mismos (electores, consumidores, accionistas, ciudadanos que opinan y hablan entre sí) hemos caído y cesiones que hemos ido permitiendo.