El Correo y Diario Vasco, 29/09/2019 (enlace)
Se habla mucho de transformar la democracia y muy poco acerca de si la democracia transforma, es decir, si produce los resultados que tenemos derecho a esperar de ella. La repetición de las elecciones que estamos padeciendo nos plantea una serie de preguntas incómodas, más allá de inquietud acerca de quién va a mejorar o empeorar sus resultados electorales. ¿Y si estuviéramos cumpliendo relativamente bien los formalismos de una democracia electoral pero fallando estrepitosamente en la producción de esos bienes públicos que caracterizan a una democracia de resultados? ¿Acaso es plenamente democrático un sistema político que registra nuestras aspiraciones y deja las cosas más o menos como estaban? ¿Por qué tiene que volver a votar la ciudadanía, como si hubiera hecho algo mal o equivocadamente, cuando son quienes nos representan los responsables de no haber interpretado correctamente la votación anterior y traducirla en gobiernos y políticas?
El sistema político tiene un primer momento, fundamental, que es la competición entre partidos, que se resuelve con un proceso electoral. Viene después la configuración del ejecutivo conforme a las mayorías resultantes y luego la acción de gobierno que traduce en políticas concretas lo expresado genéricamente por la voluntad popular. Para poder hablar de una democracia de transformación tiene que disminuir el peso del momento competitivo de la democracia electoral y abrirse paso el momento cooperativo, tanto para la formación del correspondiente gobierno como para realizar las acciones de gobierno que acometan las necesarias transformaciones sociales. En una sociedad plural, con diversidad de sujetos políticos, niveles de gobierno e interlocutores la acción política pasa necesariamente por la negociación democrática; la transformación de la sociedad no es realizable salvo a través del pacto, el acuerdo y la colaboración. Esa ficción operativa que es la voluntad popular no decide las fórmulas de gobierno o las coaliciones que deben realizarse, por supuesto, pero reparte unas cartas concretas que posibilitan unas opciones u otras.
Tenemos por delante desafíos muy importantes y la probabilidad de futuras crisis de difícil gestión. El impacto del Brexit, el curso que puedan tomar las guerras comerciales, la adopción de medidas contra el cambio climático, nuestra crisis territorial… son asuntos cuyo abordaje requiere estabilidad y acuerdos amplios. Que vayan a cambiar realmente las agendas, las prioridades, el estilo de gobierno o la cultura política es algo que depende en parte de la voluntad de los nuevos gobernantes y de que los actuales contextos permitan hacer cosas distintas, o sea, es algo bastante improbable. Hay en nuestras prácticas políticas una mezcla fatal de negación de los problemas, postergación de las soluciones, falsas esperanzas, persistencia de las rutinas, vetos mutuos, competición obsesiva y cortoplacismo que termina reduciendo al mínimo su capacidad transformadora. En vez de cambiar al mundo, los discursos políticos apuntan más bien a salvarlo (de las crisis diversas en las que se encuentra o de los enemigos, reales o inventados), cuando no a salvarse cínicamente uno mismo en medio del general desconcierto. La mayor habilidad de nuestros representantes (para algunos, la única) es su capacidad de supervivencia. Tampoco es una cuestión achacable en exclusiva a su ambición personal, sino a la presión estructural a la que se ven sometidos. Muchos de ellos se encuentran ante la presión de una única oportunidad. Rajoy ganó a la tercera, pero esto ya no se le concede a nadie: ganar o morir es para muchos de ellos la trágica alternativa porque la aceleración política les condena a no tener más que una bala. Por eso carecen de pensamiento a largo plazo y de la serenidad que requiere una negociación y una estrategia de gobierno.
Podríamos hablar de que existe un trilema estratégico en la política actual: la competición por el poder, la decisión política y la producción de bienes colectivos son incompatibles. La lógica de la competición electoral lo invade todo hasta el punto de que resulta muy difícil gobernar (e incluso formar un gobierno parece una tarea imposible), de lo que depende la consecución de los resultados políticos deseables. Las élites generan continuamente frustración: entre los miembros de los partidos, con los interlocutores de la negociación y los votantes.
Una verdadera democracia tiene que ser el cratos del demos (el gobierno del pueblo) y para que ese poder se realice debe ser pensado como algo más que una mera expresión sin consecuencias reales o como simple transposición inmediata de la voluntad popular. Esa voluntad popular sólo es operativa si se traduce en las correspondientes acciones de gobierno. Sin ellas el pueblo quedaría reducido a una instancia de expresión de deseos apolíticos ineficaces.