El País (enlace), 14/01/2020
La principal amenaza de la democracia no es la violencia, ni la corrupción o la ineficiencia sino la simplicidad. En su forma actual, la práctica política constituye una capitulación ante lo complejo, en lógica correspondencia con el hecho de que tampoco la conceptualización de la filosofía política está a la altura de la complejidad social. Se requiere otra forma de pensar la democracia y otro modo de gobernar si es que sigue teniendo sentido aspirar a que la democracia sea compatible con la realidad compleja de nuestras sociedades. Este libro se dirige a quienes no creen en las respuestas simples pero tampoco quieren desesperar ante la complejidad de los problemas.
La simplicidad que critico tiene dos versiones: como inadecuación conceptual y como instrumento ideológico, es decir, como un asunto teórico y como un problema práctico. En un caso se trata de falta de adaptación a las transformaciones del mundo contemporáneo, mientras que en el otro me refiero a un conjunto de prácticas políticas que agravan esa penuria configurando el combate político como una simplificación interesada.
El desfase de la teoría política tiene mucho que ver con una evolución de la sociedad, de la ciencia, de los distintos subsistemas sociales, que no ha sido acompañada con la correspondiente renovación de las categorías políticas. Pensemos en la evolución de la ciencia durante estos años. Ciencia moderna y democracia moderna eran empresas íntimamente relacionadas. El mundo calculado por Newton o Laplace era el mismo que aquel cuyo gobierno formularon Rousseau o Adam Smith. Era la época de la visión mecánica del mundo, de la ciencia moderna y sus categorías epistemológicas. No es de extrañar, por tanto, que los conceptos básicos de la teoría política procedan de una física social elaborada con las categorías mecanicistas del mundo natural. De esta concepción del mundo han salido, por ejemplo, la visión realista de las relaciones internacionales, la interpretación funcionalista de la integración europea o las prácticas de los planificadores urbanos. Cada vez es más evidente la escasa utilidad de viejos instrumentos concebidos para espacios delimitados y para tiempos lentos y sincronizables.
Son simples aquellas interpretaciones de la realidad que ofrecen explicaciones lineales, binarias o moralizantes y que sobrevaloran las propias capacidades de intervención sobre ella. Las soluciones simples suelen producir una distensión momentánea de la perplejidad y los conflictos, pero acaban empeorando las cosas, en el plano del conocimiento y de la acción, disminuyendo nuestra capacidad cognitiva y nuestras opciones prácticas. Cuando una filosofía política excesivamente normativa antepone las categorías morales a la sutileza analítica; cuando la unidad colectiva deja de prestar atención a las lógicas de pluralización y exclusión; cuando la teleología histórica se da por supuesta sin registrar los fenómenos de disipación, regresión y pseudomovimiento, entonces lo que tenemos es una teoría con escasez de observación, un normativismo enfrentado a un mundo que no comprende, que compensa su penuria analítica con la prescripción.
Se podría formular este drama, que es de entrada teórico, en los términos de una pregunta inquietante acerca de la capacidad de la filosofía política a la hora comprender la complejidad del mundo actual y proporcionar algún tipo de orientación para gobernarlo. ¿Puede sobrevivir la democracia a la complejidad del cambio climático, de la inteligencia artificial, los algoritmos y los productos financieros? Si no pudiéramos entender y gobernar democráticamente esas nuevas realidades, careceríamos de argumentos frente a quienes prometen una eficacia que supuestamente se conseguiría prescindiendo de los requerimientos democráticos.
Si pasamos de la teoría a la práctica, nos encontramos con que la incapacidad de concebir una política compleja se corresponde con la de llevarla a cabo de un modo que no la simplifique y empobrezca. Esta segunda categoría del simplismo es pragmática y obedece a una estrategia intencional para esquematizar el campo político en beneficio propio. Nuestros sistemas políticos no están siendo capaces de gestionar la creciente complejidad del mundo y son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, aunque sea al precio de una grosera falsificación de la realidad y no representen más que un alivio pasajero.
Algo similar puede verse en nuestras principales construcciones ideológicas: las distinciones izquierda-derecha, conservador-progresista, élite-pueblo, transformación-conservación proporcionan más orden en el mundo del que corresponde a una adecuada descripción de su complejidad y sus contradicciones. Se podría decir que explican demasiado poco porque explican demasiado, porque ordenan, categorizan y simplifican más de lo que la complejidad de las cosas permite. Son distinciones que obedecen a una necesidad de orientación que capitula ante una sociedad diferenciada y compleja.
Para que estas ideologías representen opciones útiles a la hora de gobernar la sociedad actual es necesario que se conciban de una manera más sofisticada y que piensen en otros medios de intervención más acordes con la nueva realidad social. Una sociedad compleja se ve obligada a renunciar a configurar algo así como una instancia central desde la que ordenar el funcionamiento de las distintas lógicas que intervienen en la sociedad. El mundo no puede ser gobernado por un Comité Central, por Google, por los expertos o el Ejército de Liberación del Pueblo, pero no porque estos sean malvados o tengan aviesas intenciones sino básicamente porque su estructura para procesar la información y gobernar no se corresponde con la riqueza de los elementos, valores, información e inteligencia distribuida de una sociedad compleja. Pese a lo cual, la mayoría de los diagnósticos y propuestas políticas no renuncian a ello: la derecha sigue pensando en la comunidad y en la cohesión de un pueblo homogéneo, los liberales en la soberanía del individuo y la infalibilidad de los expertos, la izquierda en una transformación política de la sociedad. Son descripciones politizadas que sobrevaloran las posibilidades de acción colectiva por medio de intervenciones centrales. Unos tienen excesiva confianza en la capacidad del estado para intervenir desde fuera y otros confían demasiado en los comportamientos individuales y en la capacidad de autocorrección del sistema. El programa liberal de resolver todos los problemas mediante la austeridad es tan insuficiente como la creencia de que se pueden solucionar a través de la participación o moralizándolos.
La idea de democracia que planteo en este libro pretende superar la contraposición entre democracia y complejidad sin que se resientan las aspiraciones democráticas ni la efectividad de los gobiernos. La democracia no es incompatible con la complejidad, todo lo contrario. Su dinamismo interno y su capacidad de auto-transformación le convierten en el sistema de gobierno mejor preparado para gestionarla.
El problema al que nos enfrentamos es también más amplio que el correspondiente a unas meras reformas políticas. Un cuestionamiento generalizado de nuestros modos de organizarnos exige toda una transformación de los modos habituales de gobernar. Venimos de un modelo de organización propio de la sociedad industrial con una estructura económica fordista, formación de la voluntad política en el marco estatal, con unos itinerarios vitales más o menos bien definidos, estratificación social estable y reglas claras para el ascenso social, además de unos roles claros en cuanto a las generaciones y el género. Se trataba de un modelo estructurado por una administración estatal y una integración de los expertos, una combinación de capitalismo, estado del bienestar y progreso técnico-científico. La nueva gestión de la complejidad tiene que habérselas, en cambio, con una dinámica propia más intensa de las distintas lógicas desagregadas de la sociedad, con los espacios globalizados cuya economía es difícil de regular, donde la autonomía política entra en colisión con la interdependencia, así como las diferentes velocidades de los subsistemas sociales.
La política que opera actualmente en entornos de elevada complejidad no ha encontrado todavía su teoría democrática. Tenemos que re-escribir el mundo contemporáneo con las categorías de globalización, saber y complejidad. La política ya no tiene que enfrentarse a los problemas del siglo XIX o XX sino a los del XXI, que exigen capacidad de gestionar la complejidad social, las interdependencias y externalidades negativas, bajo las condiciones de una ignorancia insuperable, desarrollando una especial capacidad estratégica y aprovechando las competencias distribuidas de la sociedad civil. Si la democracia ha efectuado el tránsito de la polis al estado nacional, de la democracia directa a la representativa, no hay razones para suponer que no pueda hacer frente a nuevos desafíos, siempre y cuando se le dote de una arquitectura política adecuada.
Decía Robert Musil que “la diferencia entre una persona normal y una que está loca es que la normal tiene todas las enfermedades mentales, mientras que la loca tiene solo una”. Siguiendo esa analogía podríamos afirmar que la diferencia entre una democracia compleja y una simplificada es que la primera trata de equilibrar —aun pagando el precio de la inestabilidad o la contradicción— valores, dimensiones y procedimientos diversos, en ocasiones difícilmente compatibles, mientras que la segunda entroniza uno de sus procedimientos —ya sea la voluntad instantánea del pueblo, las promesas de efectividad de los expertos o la estabilidad del orden legal— y desprecia todo lo demás. Si los seres humanos no nos volvemos locos es porque compensamos una desmesura con otra; algo similar ocurre con la democracia, que se mejora cuando se complica, es decir, articulando sus elementos de tal modo que se corrija la potencial deformidad de todo lo que no es contrapesado y limitado. Una democracia compleja es aquella capaz de orquestar equilibradamente todas sus dimensiones.