Tiempo de reflexión

La Vanguardia, 17/03/2018 (enlace)

 

Escribo este artículo desde mi simpatía con la causa nacional catalana y mi desacuerdo estratégico con el procés. Siempre he pensado que había en él no sólo equivocaciones tácticas, sino también errores de diagnóstico. Desde la perspectiva de quienes lo han liderado (prescindiendo ahora, por tanto, de los errores y comportamientos antidemocráticos de quienes se han opuesto a él), creo que el soberanismo catalán en su conjunto tiene que hacer una profunda reflexión. La mayor responsabilidad le corresponde al Estado, que se ha cerrado al diálogo, ha empujado a la mayoría soberanista del Parlament a una carrera desesperada y ha actuado finalmente con una arbitrariedad injustificada. Pero el nacionalismo catalán tenía que haber ­jugado otras bazas. Después de lo que ha pasado, ¿a quién ha fortalecido y a quién ha debi­litado?

 

El soberanismo ha cometido un error similar al del Estado: minusvalorar al adversario. El Estado no tiene legitimidad suficiente para imponerse y los nacionalistas no tenían el respaldo necesario (interno e internacional) para llevar a cabo un proceso de estas características. El efecto colateral de la irresponsabilidad del Gobierno español es la desconexión práctica de muchos catalanes que, sin haber conseguido la independencia, han desconectado completamente del proyecto de España, y el efecto colateral del soberanismo es que ha fortalecido las tendencias más reaccionarias del Estado y la sociedad española.

 

Cuando hablo de renovación conceptual lo digo con un cierto tono pesimista respecto del presente inmediato. Los ciudadanos de una nación sin Estado no tenemos otro remedio que indagar en los huecos que se abren en los sistemas en crisis, adivinar qué juegos sustituirán al viejo sistema de estados soberanos y abrirnos a esas nuevas lógicas. Podemos ser más que un Estado, debemos ir hacia una mayor “no dependencia”, dejar en un segundo plano la batalla por la soberanía formal y darla por una soberanía real, hacia lo que podríamos llamar una independencia de hecho ya que la de derecho no resulta posible, mientras ampliamos el campo de la propia base electoral (sabiendo que esto nos exigirá una formulación un tanto más laxa de nuestra idea de nación), distinguir siempre entre aspiraciones, derechos y oportunidades… En este momento veo que nos vamos enredando en el lenguaje de los héroes y las traiciones, los programas de máximos y los lamentos acerca de lo malo que es el adversario, una batalla que ahora está dominada por los guardianes de las esencias y los melancólicos.

 

Para las fuerzas soberanistas se abre un tiempo de reflexión en el que tendrán que repensar muchas cosas, no solamente las relativas a su estrategia, sino también al marco conceptual. Me permito sugerirles que piensen menos en el Estado y más en la sociedad. Si partimos de la convicción democrática de que nada puede hacerse en política sin contar con la ­libre adhesión de la gente, examinemos con sinceridad lo que dice la gente. Las pasadas elecciones desinflaron la expectativa de que las fuerzas unionistas despertaran y se configurara una nueva mayoría, pero la mayoría nacionalista resultante sigue siendo exigua para una independencia, pese a que algunos habían puesto sus esperanzas en que la torpe acción del Estado les diera un salto cuantitativo. La realidad sociológica de Catalunya nos ofrece un resultado muy per­sistente cuando se plantean los términos del problema en clave de confrontación. Y al mismo tiempo sigue habiendo una gran mayoría (huérfana en estos momentos) que desearía un avance sustancial en el autogobierno pero sin unilate­ralidad. No soy un ingenuo y comprendo las dificul­tades existentes. No estoy seguro de que una for­mulación ampliamente respaldada en Catalunya fuera a encontrar en España un interlocutor con mejor receptividad que la que tuvo el Estatut, ahora menos que antes. Hemos de reconocer que uno de los efectos colaterales del procés ha sido precisamente la destrucción de la confianza recíproca, el fortalecimiento de las posturas que prefieren la confrontación al diálogo. Pero el nacionalismo haría bien en reflexionar acerca de las opciones que tiene delante y que se han reducido tras el fracaso de la estrategia uni­lateral.

 

Que algo sea inverosímil en las circunstancias actuales no me impide afirmar que terminaremos tarde o temprano en un proceso de negociación. Tiene que pasar un tiempo para que unos y otros comprendan que tanto la imposición como la unilateralidad son estrategias que no dan más de sí. Ese estancamiento juega a favor del statu quo, por supuesto, pero ahora sabemos que determinadas maneras de ejercer el contrapoder democrático pueden servir incluso de coartada para la regresión.

 

La única salida del soberanismo es salvaguardar la pluralidad de la ­sociedad, no para que una parte venza a la otra, además de por convicciones democráticas, por un cálculo de utilidad: en una confrontación de mayorías siempre salimos perdiendo. En este sentido me identifico con la tradición republicana en filosofía política: la democracia no es un sistema para permitir el poder de la mayoría sino para impedir la dominación de la mayoría. Y en política conviene no olvidar que nadie tiene asegurado que nunca se convertirá en minoría.

 

Lo que enseña la teoría de juegos

 

La teoría de juegos explica cuáles son las intrincadas lógicas que funcionan cuando interactúan diversos agentes en un contexto dinámico. Lo principal es aumentar siempre las propias opciones. En el caso concreto que nos ocupa, los dos grandes actores han ido reduciendo esas opciones; cada paso disminuía el campo de sus posibilidades, hasta el punto de que finalmente ninguno podía hacer otra cosa que lo que hicieron (convocar el referéndum o aplicar el 155). Era un caso típico del célebre “juego del gallina”, en el que gana quien frena más tarde cuando dos coches se dirigen hacia un precipicio. El resultado final es que ambos han perdido, aunque Catalunya en mayor medida.

 

El resultado de todo ello es que ahora estamos peor que en el punto de partida. El Estado no va a abrir ese cauce y el tensionamiento político tampoco tiene la posibilidad de hacerle desistir. A quienes justificaban continuar el procés en virtud de que el Estado no se avenía a negociar, les preguntaría si ahora consideran más factible una negociación de ningún tipo. La política tiene que tomar siempre en consideración los efectos secundarios de las decisiones, en este caso, el resurgimiento de un nacionalismo español que lo hará todo más difícil y en relación con el cual la simple recuperación de la autonomía parecerá una gran conquista. Esto debía haberse calculado. El hecho de que la represión del Estado me parezca absolutamente injustificable no me impide considerarla como algo que cualquiera podía haber previsto. Una vez más, la teoría de juegos puede enseñarnos hasta qué punto seguir avanzando en la dirección equivocada puede dar lugar a que el adversario se fortalezca.    

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