Una Europa social

El Correo/El Diario Vasco, 09/05/2016

Versión en catalán: Ara, 07/05/2016

 

La Unión Europea ha seguido un modelo de ingeniería social un tanto rudimentario: la ideología funcional de la integración por el mercado suponía que la integración social se iba a producir automáticamente. Pero hemos llegado a un punto en el que ciertas decisiones ya no son neutras desde la perspectiva de la justicia e implican elementos mayoritarios, de manera que no serán socialmente aceptadas y legitimadas sin un explícito contrato social y un criterio de justicia distributiva.

 

La integración europea se centró casi exclusivamente, por razones bien conocidas, en la integración económica. El déficit social de la UE resulta de la discrepancia entre la avanzada unificación del mercado común y la insuficiente cooperación en las esferas de la seguridad social, el derecho laboral y las políticas fiscales. Mientras que los estados miembros han sido capaces de acordar los pasos necesarios para configurar un mercado común, como la liberalización de la competencia, la privatización de las empresas públicas, la estandarización de las políticas financieras o la constitución de una moneda única, han sido bastante ineficaces a la hora de establecer criterios vinculantes en relación con la protección de los trabajadores, la seguridad social y los impuestos.

 

A nivel europeo sólo hay un sistema fragmentado y limitado de redistribución, a través de los fondos estructurales y de cohesión, mientras que los criterios de convergencia del Pacto de Estabilidad limitan las opciones de los gobiernos en su propio ámbito. En muchos ámbitos las preferencias políticas de la Unión están constitucionalmente pre-programadas. Hay un montón de ejemplos de ello: la política monetaria se dirige a la estabilidad de los precios en vez de al pleno empleo; la política de no discriminación se refiere al acceso al mercado laboral en vez de la dignidad humana en el puesto de trabajo; la interpretación que hizo el Tribunal Europeo de Justicia del artículo 125 del Tratado de Lisboa vincula las ayudas financieras al cumplimiento de una serie de condiciones y no a la solidaridad; las situaciones de déficit excesivo se afrontan con programas de austeridad en lugar de con soluciones keynesianas…

 

Se podría resumir todo ello diciendo que la integración legal ha destruido la vinculación entre las relaciones laborales propias del estado nacional y la constitución económica europea sin reconstruir las tradiciones europeas del estado de bienestar a nivel europeo.

 

¿Ahora bien, es el proyecto de integración europea necesariamente liberal? En mi opinión, no, pero lo parece. Repasemos varios hechos históricos que pueden darnos alguna pista acerca de si la neoliberalización de la UE es consustancial e inevitable o una versión e incluso deformación del proyecto original. El énfasis que el Tratado de Roma ponía en la integración negativa y la idea del Tratado de Maastricht de que la política monetaria era un ámbito no político que debía ser delegado en expertos independientes ha sido interpretado por algunos comentadores como una evidencia del carácter liberal o neo-liberal de las instituciones comunitarias. Ahora bien, que se hayan realizado políticas liberales en su nombre o que la mayoría de los actuales gobiernos europeos sean conservadores no implica que las instituciones surgidas de la integración lo sean necesariamente.  Basta con examinar la historia de la Europa de postguerra para caer en la cuenta de la debilidad de esta interpretación. En los años 50, más que liberalismo, lo que había era un acuerdo general en cuanto a la conveniencia de las políticas de planificación y regulación pública. A lo largo de todos estos años, la integración ha sido llevada a cabo por dirigentes de izquierda y de derecha, sostenida por países con diferentes ideologías políticas, desde los liberales hasta los socialistas. Algunas de las medidas liberalizadoras han sido menos consecuencia de un impulso ideológico que el resultado de haberse dado cuenta de que la integración de mercados altamente regulados hubiera sido imposible sin un esfuerzo de liberalización de sus economías. Es verdad que la jurisdicción europea se ha dirigido básicamente a defender un régimen de libre comercio frente a los proteccionismos. Ahora bien, las reglas para asegurar la competencia y contra los monopolios no responden a razones ideológicas sino utilitarias: la imposibilidad de integrar un grupo de economías fuertemente reguladas sin limitar las tendencias intervencionistas de los gobiernos nacionales y sus pretensiones de subsidiar a sus propias industrias y productos.

 

Es cierto que la diversidad socio-económica de la Unión excluye la construcción de un modelo social uniforme. Ahora bien, no hay ninguna razón para que el avance en la integración europea tenga que seguir una lógica de desregulación neoliberal y sí las hay para suponer que, si queremos que recupere el apoyo popular y la legitimación que requiere, ofrezca una protección social acorde con su naturaleza, algo que en su actual formato parece incapaz de proporcionar.    

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