La sociedad de los advenedizos

Artículo publicado en El País, 17.08.2013

 

La grandeza de la sociedad contemporánea se expresa muy bien en esa igualdad inicial de posibilidades por la que a todos les resulta posible de­mostrar su capacidad sin el lastre de una posición social inamovible. Pe­ro la de­mocratización del movimiento tiene su reverso ingrato en las pato­lo­gías propias de una sociedad de advenedizos, formada por nuevos nó­ma­das que en vez transitar por espacios físicos, de recorrer estepas y de­sier­tos, vagan por los ámbitos de la posibilidad.

 

En el terreno social es donde mejor se comprueba la ambigüedad de es­te im­perio de la movilidad. Las reformas del mercado de trabajo apuntan ha­cia un incremento de la eventualidad, bajo la forma de precariedad y mo­vilidad del empleo, de flexibilidad. La empresa trata de liberarse de una re­lación la­bo­ral permanente mediante el recurso a las empresas de empleo tem­poral. El obrero eventual no se siente parte de la empresa; ésta le con­si­dera como un cos­te del que conviene prescindir cuanto antes. Esto supone con­siderar que la or­ga­nización es una rémora y los parados una especie de “con­taminación la­boral” generada por el proceso productivo. En el mejor de los casos, las me­di­das de protección social tratarán de reciclar a los que van quedando inadap­ta­dos al nuevo entorno competitivo. Aparece así una es­pe­cie de adolescencia pro­fesional perpetua, un síndrome de la prepa­ra­ción incesante. Quizás sea es­to lo que explique la nueva ideología del masterismo, la acumulación de programas donde fundamentalmente se nos enseña que hay que aprender a apren­der.

 

En todo esto hay una cuestión de fondo que merece la pena examinar: la con­sideración de que la identidad es el todavía no de las cosas; la iden­ti­dad es al­go que se encuentra pertinazmente un poco más lejos, más ade­lan­te de don­de nos encontramos. En la primera de las Elegías a Duino, Rilke expresaba así el vértigo de lo que ha dejado de contar pero todavía no se ha hecho valer: ca­da sordo giro del mundo tiene tales desheredados, / a quienes ni lo anterior ni tampoco lo que sigue pertenece.

 

Un nómada es un parvenu, un advenedizo, refugiado o forastero, al­guien sin permiso definitivo de residencia, un recién llegado que está de pa­so en cualquier lugar. Esto supone una liberación respecto del pasado limi­tan­te, pe­ro también una desprotección absoluta. Hannah Arendt lo advir­tió muy bien cuando señalaba que la autonomía del ser humano se transforma oca­sio­nal­men­te en la tiranía de las posibilidades. Lo posible seduce y ame­naza a un tiem­po porque ofrece oportunidades y deja abierto el desastre.

 

Lo que distingue una sociedad tradicional de una moderna es el modo en que se configura el rango social, si es algo que se tiene o que se con­quis­ta, si es una definición poseída o una identidad alcanzada. Las definiciones son innatas; las identidades son hechas. Las definiciones le dicen a uno lo que es; las iden­ti­dades le seducen con lo que uno no es pero podría llegar a ser. Beau­mar­chais puso en boca de su Fígaro ese sentimiento de no nece­si­tar demostrar na­da: ¿ha hecho el señor conde algo grande? Se ha tomado la molestia de na­cer. Un advenedizo, en cambio, es una persona en busca be­ligerante de iden­tidad. Anda a la caza de identidades porque ini­cial­men­te no le están per­mi­tidas las definiciones.

 

Sólo los aristócratas pueden permitirse hacer valer lo que son, por eso no hacen nada; todos los demás son alabados o condenados por lo que ha­cen. El aristócrata del Wilhelm Meister de Goethe extrajo de ello la única con­clu­sión lógica: irse al teatro. Sobre el escenario podía identificarse con per­sona­jes que hacían cosas, que no se limitaban a ser. La mayoría de los ad­­venedizos no pueden elegir como Wilhelm. La vida es su escenario. Lo que para un es­ta­ble­cido es juego que le distrae de la aburrida permanencia de su ser, es para el ad­venedizo una presión implacable que le impide ser, un destino constante que le obliga a desfilar por la pasarela de las identi­da­des. El aristócrata ha ele­gido la existencia teatral; los parias han sido obli­ga­dos a ser actores, con el riesgo del ridículo o la condena sin disponer de una retaguardia definitiva.

 

El horror del paria es la deportación en caso de fracasar. Hoy héroe, mañana un canalla. Me parece que este es el me­ca­nismo que explica el hecho de que la economía se haya convertido en el es­cenario en que este paso de genio a villano es más rápido y cruel. Cuanto más individual es el éxito económico, más asignable es la culpa del fracaso; nin­guna or­ga­ni­za­ción soporta el desastre, pues el empresario había ba­sa­do su estrategia en qui­tarse de encima el lastre de la organización.

 

Si hubiera una nueva de­cla­ra­ción de derechos humanos, deberíamos proponer que se introdujera el derecho a la irreciclabilidad, a envejecer, el respeto hacia el que ya no puede innovar, la dig­nidad de lo que se es frente a lo que se podría llegar a ser.

 

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