Europa, tan lejos, tan cerca

Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo, 17/03/2013


Como la mayoría de los tópicos, también es verdad aquel que lamenta el alejamiento de Europa (y de la política en general), bien por falta de inteligibilidad, bien porque las élites dirigentes tienen unos intereses que divergen cada vez más de los de la ciudadanía. Siendo esto (parcialmente) verdad, su constatación nos resulta de escaso provecho. De entrada, porque esto es sólo una parte del problema. Ojalá fuera esta distancia todo el problema; sabríamos entonces qué hacer e iniciaríamos de inmediato las correspondientes maniobras de acercamiento. Pero no, el problema es más complejo e incluye unos usos de la proximidad que son tan nocivos como la distancia excesiva.

 

Lo cercano, lo próximo y lo inmediato no siempre protegen o son evidentes. Con frecuencia, la institución más distante nos libra de la tiranía cercana, como ha ocurrido tantas veces en el edificio jurídico de la Unión Europea, cuyas instituciones comunes nos han protegido de la arbitrariedad próxima. No pocas veces los Tribunales europeos han tenido una mayor sensibilidad para garantizar ciertos derechos que los tribunales domésticos. La construcción de los estados en Europa ha sido una combinación de imposición y emancipación, que suprimía la diferencia pero que también protegía contra la tiranía local.

 

Hay otro sentido en el cual la profundización en la democracia requiere tomar distancia crítica frente a la cercanía. Si algo le falta a nuestra cultura política es precisamente el mantenimiento de la distancia oportuna. ¿Distancia respecto de qué? Frente, por ejemplo, a la tiranía del momento, la presión de los intereses inmediatos, la seducción de gobernar a golpe de encuesta o la absolutización de nuestros intereses. Con mucha frecuencia la focalización en los intereses inmediatos nos impide alcanzar intereses más alejados (en el tiempo o en el espacio) pero no por ello menos importantes. Esta es la razón por la cual el espacio reivindicativo de nuestras democracias debe ser ponderado con criterios de justicia. Las actuales protestas ante los ajustes y recortes, por ejemplo, se mezclan a veces con reivindicaciones para mantener ciertas situaciones que, en un contexto de crisis que obliga a priorizar, pueden suponer una falta de solidaridad e incluso un privilegio injustificable.

 

En medio de la actual confusión, hay dos constataciones que no está de más realizar aunque resulten políticamente incorrectas. En primer lugar, que siendo legítima la aspiración democrática a que el pueblo decida, o a no alejar los centros de decisión, lo más democrático –en el sentido de lo decidido por el pueblo- no siempre es lo más justo, y de ello tenemos innumerables ejemplos en nuestra historia política. Y la segunda, que los mercados no son una instancia perversa (que, por cierto, no tuviera nada que ver con lo que la gente quiere). ¿Ejemplos? Berlusconi fue expulsado del poder por los mercados y por la tan denostada troika… y repuesto nuevamente por el electorado italiano. Buena parte de las presiones que Alemania impone sobre los países de la periferia son intachablemente democráticas desde la perspectiva de la democracia alemana, responden a lo que demanda su cuerpo electoral. Y el problema de decisión que atenaza a la Unión Europea y le incapacita a la hora de tomar las decisiones que parecen oportunas para salvar la crisis del euro –como una intervención del Banco Central Europeo comprando deuda pública en el mercado secundario- estriba en que esa decisión no es democrática. Podríamos decir que quien tiene la autoridad democrática no es capaz y quien tiene la capacidad no está autorizado democráticamente. Nunca se había producido esta contraposición entre los parlamentos y los bancos que pone patas arriba algunos de nuestros tópicos más asentados.


El reciente resultado de las elecciones italianas (reflejo de una tendencia más extendida) ha puesto de manifiesto un cierto agotamiento del eje izquierda-derecha con el que solíamos orientarnos políticamente. No es que el electorado se haya escorado en uno u otro sentido, sino que ha irrumpido un eje nuevo que, simplificando la cuestión, contrapone tecnocracia-populismo (y permite una versión de derechas y de izquierdas de ambos). Las opciones de derechas y de izquierdas se inscriben en este nuevo eje, que funciona como la nueva gran división política.

 

Nuestro actual desafío político consiste en redefinir esa contraposición y elaborar una nueva síntesis, en uno de cuyos extremos estaría el despotismo ilustrado y en el otro la demagogia. Tal vez deberíamos comenzar por abandonar el esquema pueblo-élites, electorado-tecnosistema porque explica poco y, sobre todo, porque impide articular la síntesis necesaria entre lo propio y lo común, entre el elemento participativo y la delegación democrática en cuya tensión se desarrolla toda la vida política en una democracia compleja.

 

Cuando la política se ejerce en contextos de densa interdependencia y complejidad, como es el caso especial de Europa, es inevitable que la idea de autogobierno democrático deje de tener sentido si por ella entendemos espacios cerrados de formación de la voluntad política e identidad absoluta de los que deciden y los afectados por dichas decisiones. La política adquiere cada vez más el carácter de lo que podríamos llamar “el gobierno de los otros”, en el doble sentido de que hemos de acostumbrarnos a que “otros” intervengan cada vez más en nuestras decisiones, hacia “arriba” y hacia “fuera”, en el sentido vertical de los expertos (sin cuyo saber no podríamos adoptar decisiones políticas razonables) y en el sentido horizontal de los vecinos, a los que afectamos con nuestras decisiones y que están obligados a examinar si son justas las cargas que nos imponen con las suyas. Debemos equilibrar el derecho de los pueblos a tomar sus propias decisiones con la obligación de no arrojar cargas injustas sobre los demás y especialmente con quienes compartimos un destino común. Así pues, una democracia compleja requiere un elemento de delegación “vertical”, una confianza todo lo crítica y revocable que sea posible, y una intervención “horizontal” a la que sólo hace legítima la reciprocidad. Nuestro derecho a intervenir en los otros viene compensado por nuestra obligación de ponderar la justicia que sobre esos otros se deriva de nuestras propias decisiones.

 

Hay dos cosas que matan a la política: la excesiva distancia y la excesiva cercanía. De que logremos el equilibrio adecuado entre saber experto y opinión pública, entre decisión y responsabilidad, entre nosotros y ellos, depende que tengamos una democracia de calidad, a la altura de la complejidad de los tiempos que nos han tocado vivir.

 

Instituto de Gobernanza Democrática
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