Entrevista: “Se acabó el recreo de la política sin alternativas, las decisiones sin responsabilidad y la justicia sin inconvenientes”

Fernando F. Garayoa, Noticias de Gipuzkoa, 6/06/2017 (enlace)

 

PAMPLONA - La Unión Europea es inevitablemente compleja de explicar, ininteligible, y, según apunta, no tendrá sentido hasta que el ciudadano medio no la entienda, primero porque no la asumirá como propia y, segundo, porque no podremos entrar a debatir otros aspectos importantes como si es justa o democrática. Bien, sin caer en una descripción arbitrariamente simple, ¿qué es la Unión Europea actual para Daniel Innerarity?

 

“La Unión Europea no está cumpliendo con las expectativas y los valores con que se puso en marcha”

 

-Es evidente que desde muchos puntos de vista (gestión de la crisis, acogida a los refugiados…), la Unión Europea no está cumpliendo con las expectativas y los valores con que se puso en marcha, pero conviene que no olvidemos su ambición originaria. Recuerdo lo que nos decía Macron a un grupo de intelectuales a los que nos reunió el año pasado: Europa lo está haciendo bastante mal, pero la solución a los problemas que tenemos está en Europa. Para mí la Unión Europea es un laboratorio político. El único caso en la historia de la humanidad en la que unos estados soberanos han puesto en común sus recursos, compartido soberanías y construido un espacio de solidaridad y colaboración. Las prácticas de gobierno de la Unión Europea cultivan una serie de disposiciones de alcance universal: la facultad de ver la propia comunidad con una cierta distancia, la aceptación de las limitaciones, la confianza mutua, la disposición a cooperar, un sentimiento de solidaridad transnacional. Europa no es ejemplar por una superioridad de algún tipo, sino porque el espacio público europeo es un caso representativo del hecho de que la mayor parte de las decisiones políticas no pueden adoptarse sin examinar su consonancia con los intereses de los otros. En ese sentido, Europa puede considerarse como paradigma de la nueva política que está exigiendo un mundo interdependiente. El proceso europeo de integración política es una respuesta inédita, tal vez un día ejemplar, a las circunstancias que condicionan actualmente el ejercicio del poder en el mundo.

Habla de una democracia compleja cuando, sin caer en el populismo, la democracia, en principio, es algo sencillo de explicar: un sistema político que defiende la soberanía del pueblo y el derecho de éste a elegir y controlar a sus gobernantes. ¿Por qué?

 

“Europa es un asunto de las élites; la nación, de los que se sienten amenazados”

 

-Efectivamente, esos valores son irrenunciables: no hay democracia salvo donde se reconoce el derecho de la ciudadanía a autogobernarse y forma parte de ese derecho la capacidad de controlar a sus gobernantes, exigirles responsabilidades e incluso sustituirlos por otros. Ahora bien, estos principios políticos no se realizan de la misma manera en el siglo XVIII que en el siglo XXI, en sociedades pequeñas y homogéneas, que en sociedades plurales que actúan en espacios interdependientes, cuando los asuntos que había que decidir eran relativamente simples o cuando contienen una enorme complejidad técnica. Así pues, el debate no es cuestionar esos principios sino preguntarse cómo se realiza hoy esa soberanía (en espacios de interdependencia) o cómo se controla a los gobernantes (cuando muchas veces la ciudadanía no tenemos la capacidad de valorar los elementos técnicos sofisticados de muchas decisiones).

Para entender la UE es necesario que sepamos qué nos puede dar y qué estamos obligados a darle, algo que, actualmente, al menos en el Estado, casi todo ciudadano de a pie desconoce. De hecho, lo único en lo que casi todos coincidirán es que en Europa manda Alemania... ¿Quizá ese sea un problema parejo al de su entendimiento, o al menos, su resolución debiera ser previa o paralela para su posterior comprensión?

 

“La construcción europea debe respetar la peculiaridad política que la Unión representa, su lógica, su novedad institucional y su complejidad”

 

-Es verdad que Alemania manda demasiado. Antes de la crisis, Alemania ya dio muestras de que cada vez se entendía a sí misma menos comprometida con el proyecto europeo. La cláusula que prohibía el rescate financiero fue introducida en el tratado de Maastricht por presiones del Gobierno alemán en 1992 y ha sido considerada desde entonces como un elemento fundamental para impulsar la responsabilidad económica de los países miembros del euro. Al mismo tiempo, diversas sentencias del Tribunal Constitucional alemán han ido poniendo límites al proceso de integración. Conviene recordar también que no fue muy ejemplar el comportamiento de Alemania en relación con los criterios de convergencia y con el mantenimiento de un sistema estable de cambio: Alemania sobrepasó en 1996 el límite del 3% de endeudamiento que se había acordado en el Pacto de estabilidad y crecimiento. Todo esto, además, teniendo en cuenta que la unificación alemana requirió de la solidaridad del resto de Europa. Para financiarla, el Bundesbank subió en los años 90 los intereses hasta tal punto que el capital fluyó hacia Alemania en vez de hacerlo hacia otros países europeos. De este modo los vecinos contribuyeron indirectamente a sufragar los costes financieros de la unificación. Y no ha sido mejor su comportamiento en medio de la crisis: como es sabido, el Gobierno alemán se incorporó al fondo de rescate a condición de imponer a todos los países del euro una consolidación fiscal, un endurecimiento del pacto de estabilidad y crecimiento así como el compromiso de limitar el endeudamiento. Esta exigencia obedecía a un diagnóstico de la situación que es muy cuestionable. Si los países deudores tienen que ser más responsables en su comportamiento económico, a Alemania le corresponde una mayor responsabilidad en la estabilización de la eurozona y sobre el conjunto de la Unión. Alemania está ejerciendo una clara hegemonía pero no un liderazgo y esa diferencia entre hegemonía y liderazgo me parece fundamental. La función de liderazgo en Europa solo puede ejercerse si se está dispuesto a realizar una mayor transferencia de soberanía y a asumir una mayor responsabilidad respecto de la comunidad europea. La relación entre quien ejerce el liderazgo y quien lo acepta presupone una cierta comunidad de intereses, riesgos y valores, lo que no es el caso cuando se trata de una hegemonía.

¿Es democrática la actual Unión Europea? Si lo es, ¿es legítima? Si no lo es, ¿ese déficit democrático nace de la pérdida de democracia de los países que la integran?

 

“El proceso de integración europea está marcado desde su comienzo por una concepción aristocrática”

 

-El proceso de integración ha dotado a los estados miembros de unos espacios de acción a los que no habrían llegado por sí mismos o que se les escapaban. Esos espacios no son meros suplementos o prótesis que se añaden a estados completosdejando intacta su constitucionalidad. Teniendo en cuenta el carácter de entidad política compleja y compuesta que es la Unión Europea, su democraticidad tiene que ser pensada de una manera original en el equilibrio de lo intergubernamental y lo transnacional, equilibrio que actualmente debe ser recuperado con un mayor acento en las instituciones comunes. La construcción europea debe respetar la peculiaridad política que la Unión representa, su lógica, su novedad institucional y su complejidad. La cuestión acerca de Europa no debería ser si es completamente democrática sino si es adecuadamente democrática dado el tipo de entidad que consideramos que es. O pensamos las exigencias democráticas de acuerdo con la especificidad de la Unión o estaremos trasladando indebidamente unas categorías de un nivel a otro en el que resultan inaplicables sin una profunda transformación.

Si la Unión Europea fue inteligible en sus orígenes, ¿qué ha sucedido para que con el paso del tiempo se haya perdido su esencia hasta el punto de que no entendamos qué es, qué significa o qué aporta?

 

“Es inconcebible una política democrática en el siglo XXI sin el respaldo explícito de sus poblaciones”

 

-El proceso de integración europea está marcado desde su comienzo por una concepción aristocrática. Las razones concretas de ese elitismo son, al menos tres: en primer lugar, tras la experiencia del nazismo y la segunda guerra mundial, los impulsores de la integración europea sospechaban por principio de la idea de soberanía popular; este es el motivo por la que la Unión ha tenido siempre una arquitectura que limitaba las soberanías. En segundo lugar, esos mismos fundadores, tenían una gran desconfianza en la rivalidad y los conflictos ideológicos y una profunda fe en el liderazgo del tecnócrata a la hora de hacer avanzar la cooperación internacional. Y en tercer lugar, la agenda de cuestiones que iban a ser objeto de la integración recogía un conjunto de temas muy alejados de los intereses cotidianos de la ciudadanía y sin relevancia electoral o capacidad de movilización política. La Europa de comienzos del siglo XXI es muy diferente. Las sociedades tienen una configuración muy distinta de la que presentaban tras la experiencia totalitaria, la confianza en la técnica es menor y los temas sobre los que se toman las decisiones tienen una incidencia inmediata en la vida cotidiana de los ciudadanos. Todas estas circunstancias explican que se hayan incrementado las exigencias de relegitimación, que haya más objetos de legitimación que deben ser atendidos que en el pasado. En la actual arquitectura institucional de la Unión Europea se adoptan las decisiones sin suficiente legitimidad transnacional pero fuera del alcance de la legitimación nacional. Una gran cantidad de las decisiones políticas que se toman a nivel europeo exigen inmediata validez en el ámbito de los estados miembros sin procedimientos de ratificación democrática a este nivel. No hemos conseguido legitimar la influencia que sobre el plano doméstico tienen las decisiones a nivel europeo, decisiones que aparecen arbitrarias, impositivas y desprovistas de control; al mismo tiempo se da la paradoja de que ha crecido la influencia de los estados nacionales en las instituciones europeas, hasta el punto de que el principio que ha guiado las reformas institucionales de la Unión es ahora la protección de los derechos de los estados. De este modo se consolida la preponderancia política de los gobiernos nacionales en las instancias de decisión europeas y, en último término, el peso de los ejecutivos en los procedimientos de decisión. No es la UE la que reduce nuestros espacios de decisión sino, por paradójico que parezca, los estados.

En una confrontación entre europeístas y euroescépticos, ¿dónde queda la Europa de los pueblos frente a la de los Estados, esa Europa de que une diferentes culturas, por muy pequeñas que sean, para salvaguardarlas y hacer con ellas un frente común mucho más rico y plural?

-Con el paso del tiempo se ha ido acrecentando la distancia entre las elites y las masas. Esta distancia no es solo una cuestión de diseño institucional sino, sobre todo, un fenómeno social que alimenta la tensión entre las élites cosmopolitas y las masas territorializadas. Europa es un asunto de las élites; la nación, de los que se sienten amenazados. La integración europea es un proyecto mejor entendido y apoyado por las capas altas de la sociedad que por los sectores populares, que tienen más que temer de la globalización y se sienten desprotegidos fuera del estado nacional. Esto no puede seguir así por mucho tiempo sin amenazar la cohesión europea. La contraposición entre electorados nacionalizados y políticas burocráticamente decisivas es letal para la Unión Europea. Es inconcebible una política democrática en el siglo XXI sin el respaldo explícito de sus poblaciones, aunque tampoco pueden tomarse las decisiones estratégicas sin una visión que implique liderazgo institucional y efectividad de las políticas públicas.

Pasó de ser Comunidad Económica Europea a Unión Europea, ¿hemos perdido por el camino no solo el nombre sino también el concepto de solidaridad y el valor de lo común?

-La cacofonía intergubernamental de la gobernanza europea nos está impidiendo percibir la reciprocidad de los deberes que nos vinculan, tan real como los beneficios que hemos obtenido en virtud de esa vida común. Las divergencias de intereses se han convertido en discursos contrapuestos y, lo que es más grave, han estabilizado asimetrías de poder. La actual renacionalización de la política europea muestra hasta qué punto hemos sido incapaces de interiorizar nuestra mutua interdependencia, a la que debemos muchos beneficios pero también algunas obligaciones. No habrá solución a la crisis institucional de la Unión mientras no gane un discurso diferente que logre convencer de que los estados miembros ya no son autárquicos, sino interdependientes y por tanto obligados a la cooperación. Este déficit de solidaridad, esta falta de visión de lo común, no es algo que pueda resolverse solo con diseños institucionales; requiere una idea fuerte de la justicia, un concepto de responsabilidad compleja y nos sitúa en un inédito horizonte de repolitización. Hasta la crisis habíamos adoptado nuestras decisiones sobre la base de una identificación incontrovertible de los beneficios que todos íbamos a recibir; ahora estamos confrontados a alternativas que implican una competición política en torno a valores discutibles o que suponen algún género de redistribución. Se acabó el recreo de la política sin alternativas, las decisiones sin responsabilidad y la justicia sin inconvenientes.

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