El mito de la decadencia europea

El Diario Vasco/El Correo, 03/10/2010

 

Se ha extendido como lugar común la idea de que Europa ya no es lo que era en el escenario internacional y el siglo XXI estará dominado por EE UU y China. Una buena parte de los analistas, tomando como punto de partida el lento crecimiento económico y demográfico de Europa, así como su debilidad militar, han sentenciado que el futuro pertenece a América y Asia. El National Intelligence Council Global Trends Report de EE UU predijo que para 2050 Europa sería «un gigante que se tambalea, distraído por sus discusiones internas y por las agendas nacionales en competición y menos capaz de traducir su fortaleza económica en influencia global». El Viejo Continente sería una fuerza geopolítica agotada en el mundo contemporáneo.

 

Pocas predicciones han sido tan claramente formuladas y tan rotundamente desmentidas por la realidad. Desde 1989 Europa ha vivido dos décadas de extraordinario éxito, pese a que no pocos lamentamos la lentitud de sus avances. Desde el punto de vista de la seguridad, el continente ha sido pacificado y se ha incrementado esa influencia cívica que le es tan distintiva, ha ganado utilidad frente al puro poder militar. Además de EE UU, Europa es el único actor en el mundo que puede ejercer influencia global en todo el espectro del poder, desde el ‘duro’ hasta el ‘blando’.

 

Tal vez la profecía más inquívocamente desmentida por la realidad es aquella según la cual Europa y Estados Unidos se irían distanciando progresivamente. Tras el colapso de la Unión Soviética, los neoconservadores predijeron que los europeos y los americanos, una vez perdida la común amenaza soviética que les unía, se distanciarían: el continente sería ingobernable, la OTAN colapsaría y las relaciones transatlánticas se volverían tensas. Pero lo cierto es que América y Europa se han movido en direcciones cada vez más coincidentes. La relación entre ambas, por muchas tensiones que haya habido, es menos conflictiva que nunca en nuestra reciente memoria. Desde 1989 las potencias occidentales han llevado a cabo más de una docena de intervenciones militares. Sólo ha habido un desacuerdo: Irak en 1998-2003, que deberíamos considerar como una excepción que confirma la regla, y que desde entonces ha sido ampliamente considerado como un error. Los americanos realizaron una intervención que los europeos rechazaban fundamentalmente por su unilateralidad. En cambio, durante los 25 años de la Guerra Fría americanos y europeos estuvieron en desacuerdo en casi todas las intervenciones unilaterales fuera de Europa (tal vez la única excepción sean las realizadas en el Líbano).

 

¿Cuáles son las razones que explican, contra los pronósticos pesimistas, que podamos considerar a Europa como un poder emergente? Pues fundamentalmente que el poder civil ha ganado utilidad frente al poder militar en el nuevo escenario abierto tras 1989. El poder militar es uno entre otros muchos posibles instrumentos de influencia y el menos apropiado para conflictos de suma positiva, es decir, aquellos en los que todos pueden ganar. Esta tendencia hacia interacciones con suma positiva ha proporcionado enormes ventajas a Europa, especialmente por haber establecido un contexto ventajoso para el desarrollo de ese «poder civilizador» en el cual Europa disfruta de una ventaja comparativa. Europa ha incrementado su influencia en las últimas décadas y todo apunta a que va a seguir haciéndolo.

 

El pronóstico pesimista sobre el declive de Europa está basado en esa visión tradicional ‘realista’ del mundo según la cual los países compiten en conflictos de suma cero movilizando recursos de poder coercitivos. Estos recursos proceden en última instancia de la fortaleza demográfica y el poder económico, que son trasladados en una ventaja militar, que sería lo decisivo a la hora de determinar la posición relativa de los países en la jerarquía global del poder. Ahora bien, en un mundo globalizado e interdependiente la rivalidad en términos de suma cero, la fuerza militar, la contraposición de poderes no son lo habitual sino la excepción. La mayor parte de las interacciones son de suma positiva, los riesgos son comunes, lo que posibilita que haya varios actores emergentes que ejercen su influencia sin competir.

 

La idea de un declive demográfico y económico de Europa es un error sobre todo porque la posición de liderazgo está decrecientemente vinculada a las tradicionales capacidades de poder material. Aquí un factor crítico es el nivel de convergencia de los intereses entre los países y el hecho de compartir unos riesgos comunes, al tiempo que disminuyen los conflictos materiales e ideológicos. Por eso cabe afirmar que el mundo es hoy bipolar: Estados Unidos y Europa. Esto no significa negar que otras grandes potencias (China e India, entre otras) están emergiendo. Pero Europa está a la cabeza en lo que se refiere a los instrumentos de influencia global cívica, que son especialmente apropiados para el mundo que surgió tras la Guerra Fría. Un mundo de profundas interdependencias genera un mayor potencial para la resolución común de los problemas. Esta es la razón principal por la cual es de suponer que el poder emergente de Europa va a continuar y se asiente como una «superpotencia tranquila» (Moravscsik).

 

 

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